mONOGRAFÍA DESARROLLO
PRIMER CAPÍTULO.
Las distintas caras, conocidas y por conocer, del racismo en el
Perú.
En los últimos años el racismo ha empezado a posicionarse,
aunque timoratamente, como problema en el Perú… o acaso sería mejor decir en
Lima. Esto, sin lugar a dudas, es importante en una sociedad que asume el
racismo con una naturalidad preocupante: al menos en las grandes ciudades. Y si
bien se problematiza el racismo, también sucede que no hay en el imaginario de
los peruanos, una idea clara respecto al concepto mismo de racismo: si es que
existe o no en el Perú, si es que es un tema ideológico o psicológico o las dos
cosas. No nos debería extrañar que algo que mencionaban (denunciaban) un grupo
importante de intelectuales en torno al racismo en el Perú a comienzos de los
noventa tenga vigencia hoy en día, casi veinte años después: gran cantidad de
personas, y sobre todo jóvenes, creen que el racismo no existe o está en
retirada porque estamos en una sociedad eminentemente mestiza y, además, es difícil
creer en la existencia del racismo biológico a estas alturas de
la vida. El argumento no ha cambiado. Es exactamente el mismo a pesar de que
seguimos leyendo en algunas universidades (muy pocas, en verdad) los mismos
textos sobre racismo. Es más, el comienzo del siglo XXI en el Perú ha estado
marcado por eventos y noticias que han hecho relucir los problemas de racismo:
el problema de la discriminación para entrar a las discotecas y su “reserva del
derecho de admisión”; el famoso operativo “empleada audaz” en las playas de
Asia; las declaraciones de Alan García sobre los cobrizos, “los verdaderos
peruanos”; o lo que dijo un conocido personaje político a un periodista
respondiendo si sería conveniente o no hacer un referéndum sobre el TLC: “¿le
vas a preguntar a las llamas y vicuñas sobre el TLC?”; y probablemente, junto
con las mencionadas, varias anécdotas más de este tipo. Estos temas han tenido
impacto mediático con mayor o menor fuerza, pero han aparecido claramente. Y no
hay que perder de vista lo mencionado en la primera frase: el racismo ha
empezado nuevamente a problematizarse, es verdad… pero básicamente en los
espacios académicos. Son una muestra de ello el estudio minucioso de Marisol de
la Cadena sobre raza y cultura en el Cusco, la investigación de Marcel
Velázquez sobre el racismo discursivo contra la comunidad afroperuana propagado
por un “sujeto esclavista” y el sugerente análisis de Jorge Bruce sobre el
racismo desde una mirada social y psicoanalítica que muestra dolorosas y
silenciosas vivencias que reflejan el problema de la “cholificación” y el
“blanqueo”. Textos, como otros más, que son una clara muestra de que el tema
del racismo se empieza a plantear como problema vigente, pero que sigue
teniendo dificultades para ir más allá de las discusiones dentro de aulas
físicas o virtuales (blogs), ya sea en una clase, conversatorios o debates,
como el ya conocido debate sobre racismo entre Jorge Bruce y el sociólogo
Martín Tanaka que se dio hace unos años atrás (2008).
Es cierto: hay más espacios para discutir, pero el avance es
lento. La concientización del racismo como problema en el imaginario social de
los peruanos es todavía un reto vigente.
No debemos olvidar que la problematización del racismo se ha
dado con mayor fuerza en un tiempo en particular y en espacios académicos
claramente delimitados: recordemos la importante labor realizada por académicos
como Aníbal Quijano e intelectuales de influencia marxista como Alberto Flores
Galindo, Nelson Manrique, Gonzalo Portocarrero y Juan Carlos Callirgos a fines
de los 80 y comienzos de los 90; que a pesar de su finura y rigurosidad
intelectual sólo fueron apreciados, quizá por su mismo rótulo de marxistas
críticos (por sus vínculos con el Instituto de Estudios Peruano o SUR
Casa de Estudios del Socialismo), en los sectores más progresistas de la
sociedad limeña en un momento, qué duda cabe, marcado por el desconcierto de la
violencia senderista y la crisis económica. Un momento de nuestra historia que
mantuvo a muchos peruanos subsumidos en el desconcierto y la desconfianza, y en
el que éste tipo de propuestas sencillamente sonaban como un eco lejano. Ello
no significa, en lo absoluto, que estos estudios no sean relevantes. No
solamente lo son, sino que sus hipótesis y conclusiones siguen siendo un claro
referente de lo que supone el racismo en el Perú actualmente: incluyendo
evidentemente, y casi sobre todo, a Aníbal Quijano. Estos estudios han
cimentado las bases de estudios más recientes y lo más probable es que lo
seguirán haciendo en las subsiguientes investigaciones en torno al racismo. Es
por esa razón que consideramos imprescindible sacar a la luz los ejes centrales
de estas investigaciones, así como su influencia en los trabajos actuales cada
vez más interdisciplinarios. Influencia que está también en los trabajos de
Marisol de la Cadena, Marcel Velázquez y Rocío Silva Santisteban, aunque en
este último caso no se aborde directamente la problemática del racismo. Es de
resaltar también el trabajo de Jorge Bruce que enfrenta la problemática
del racismo desde el psicoanálisis, pero tendiendo puentes importantes
hacia otras disciplinas. Esto ha hecho posible el poder establecer con la
propuesta de Rocío Silva Santisteban, como veremos más adelante.
Pero nuestra tarea en este primer capítulo no será solamente
hacer un recuento de los estudios propiamente “hechos” en el Perú, creemos
necesario profundizar más en lo que refiere a su problematización: tal es
nuestro compromiso. Por tal motivo no solamente esbozaremos los lineamientos
centrales de los pensadores ya mencionados (Flores Galindo, Manrique,
Portocarrero, Callirgos) que tienen en común una interpretación histórica común
de inspiración marxista influenciada en lo que significó, en términos de Julio
Cotler, la “herencia colonial”; sino que también daremos lugar a otra forma de
leer la historia, inspirada más bien en un cuestionamiento de la herencia
colonial y propulsora de lo que se denominaría, pues no hay una noción todavía
establecida, como “herencia antiguo-regimental”. En esta línea los estudios han
girado más en torno a México (virreinato de Nueva España) siendo relevantes los
trabajos de la historiadora francesa Annick Lampérière y del historiador
español Alejandro Cañeque. En el Perú esta lectura histórica es claramente
asumida por el historiador Eduardo Torres. Dado que esta forma de entender la
historia es joven, sobre todo en el Perú, no hay estudios
específicos sobre el racismo desde esta mirada. No obstante,
creemos que presentándola se pueden abrir oportunidades para iniciar una
investigación con un aire distinto al de la “herencia colonial”. Finalmente,
concluimos el capítulo presentando una línea de investigación importante y que,
a pesar de su importancia, no ha sido considerada como se debería dentro de los
estudios marxistas. Hablamos específicamente de las relaciones de producción y
la lucha de clases en el Perú: tema que fue perdiendo piso debido al éxito
mediático de los estudios de Cotler y de Quijano, así como también al
descrédito que en sí recibió el marxismo a fines de los ochenta. Creemos pues,
al margen de lo dicho, que en estos nuevos tiempos, de un capitalismo peruano
marcado por emprendedores y trasnacionales, es importante rescatar y
desarrollar una crítica desde un punto de vista económico y marxista, pero en lo
absoluto economicista. Para resolver este tema delicado, y que ciertamente da
lugar a suspicacias, es que le damos lugar a las investigaciones de Guillermo
Rochabrún. Antes de llegar propiamente a sus estudios, la mayoría de ellos
agrupados en su libro Batallas por la teoría, retomaremos los 7 ensayos
de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui. Para
redondear esta última parte analizaremos con detenimiento el ensayo de Flores
Galindo, La tradición autoritaria, escrito en 1986 y editado póstumamente. El
tema de fondo, no hay que olvidar, es ver el racismo a la luz de las relaciones
de producción y las luchas de clases. El problema de la propiedad, la
potencialidad de los emprendimientos empresariales o de organizaciones sociales
y la relación que tenemos con el Estado suponen, o en todo caso esconden, un
claro encuentro con una vetusta tradición autoritaria.
Esta revisión del panorama histórico nos ayudará a entender qué
conceptos serán los más adecuados para abordar la problemática del racismo hoy
en día. Cabe anotar que el carácter de este primer capítulo es informativo y
funciona como si fuera un estado de la cuestión. Así pues, será a partir del
segundo capítulo que comenzaremos propiamente con la investigación realizada,
sirviéndonos evidentemente de los estudios previos ya vistos.
1.1 Poniendo los
cimientos: la herencia colonial y la colonialidad del poder (1978 –1980)
Existe un momento en la historia en el que el tema del racismo
se puso en evidencia como nunca antes pudo haberlo estado. Y apareció acaso en
una de las páginas más difíciles de nuestra historia. En medio de la crisis
económica del primer gobierno aprista y del apogeo terrorista, se puso en la
palestra intelectual el problema del racismo que es, de alguna forma u otra, el
mis mo que nos aqueja hoy en día. En tal sentido, debemos precisar que los
trabajos más relevantes y con mayor vigencia sobre racismo aparecieron a fines
de los ochenta y comienzos de los noventa con mayor claridad.
Ciertamente el tema sobre el racismo se había trabajado
anteriormente, sobre todo en los años sesenta y setenta siendo Fernando
Fuenzalida uno de los principales referentes en lo que significó,
específicamente, el problema del racismo a partir del problema sobre lo
indígena (sobre todo de la población quechua-hablante) y también Aníbal Quijano
en lo que denominó el proceso “cholificación” en el Perú. Debemos recordar que
esta discusión incidía en lo que aquel entonces se denominaba “el problema del
indio”, priorizando básicamente cómo entender el movimiento cultural indígena,
llamado indigenismo, bajo la perspectiva de los discursos sociales y políticos
de aquel entonces.
Tema apasionante que desembocó en interesantes creaciones
estéticas y movimientos políticos. Cabe decir que los estudios de Fuenzalida y
Quijano (además del aporte de intelectuales como Matos Mar y Arguedas) han sido
realmente fundantes en lo que respecta al racismo desde lo que implicaba el
encuentro entre discursos y miradas ideológicas distintas en un contexto de mestizaje
y aculturación. Pero también debemos recalcar que no llegaron a profundizar,
como sí sucedió casi veinte años después, en una lectura específica sobre cómo
caló el racismo tan profundamente en el imaginario social de los peruanos al
punto de ser asumido tácitamente. Esto sin embargo, no podríamos
reprochárselo a ninguno de los intelectuales mencionados, debido
a que el problema del racismo tal y como lo entendemos ahora recién se empezaba
a “cocinar” por aquel entonces. Definitivamente ese proceso se fue cocinando
entre los años setenta y ochenta con mayor claridad tanto con la Reforma
Agraria como con la aparición de Sendero Luminoso.
13
Aparece pues, a finales de los setenta y comienzos de los
ochenta, dos libros que serán probablemente los referentes más grandes para
entender las grandes contradicciones históricas del Perú: el libro Clase,
Estado y Nación en el Perú de Julio Cotler y el libro Dominación y cultura de
Aníbal Quijano. Sería muy difícil encontrar un libro en torno al tema del
racismo en el Perú que no tome en consideración el problema de la herencia
colonial de Cotler o de la colonialidad del poder de Quijano: por lo menos
entre los años ochenta y hoy en día. Es pues menester reconocer los
lineamientos principales de estas formas (similares) de entender la historia
que son las que han marcado los derroteros de los estudios tanto sobre racismo
como de otros temas culturales relacionados al problema de lo hegemónico y lo
subalterno, como es el caso también de los estudios de género. Será en todo
caso la propuesta de Quijano, en torno a la colonialidad de poder (habrá que
señalar con honestidad) la más cercana a tratar el tema del racismo; a pesar de
que la herencia colonial de Cotler ha sido, qué duda cabe, un
referente innegable para lo que es el trabajo histórico y
sociopolítico en el Perú.
Comencemos, pues.
Desarrollaremos primero la propuesta de Cotler. Lo que este
pensador entiende por herencia colonial supone, a grandes rasgos, el
reconocimiento de una realidad trágica enla vida republicana del Perú: nunca
hubo una clase dominante autónoma lo suficientemente capaz como para
liderar una reforma social clara y efectiva. Por ello hay conflictos
irresueltos, en donde cada vez que las mayorías pretenden reclamar derechos en
cuanto ciudadanos, terminan siendo reprimidas por el Estado; un Estado que
representa a las clases dominantes, que, realmente, no puede suplir con las
exigencias planteadas en cuanto no puede romper con los mecanismos de
explotación propios de la era colonial1. Se genera con ello un desfase entre lo
que es el discursopropio de una república liberal y una vivencia práctica que
todavía supone los mecanismos de explotación de las fuerzas productivas
propios de la etapa colonial.
Esto debido básicamente por el acomodo de las clases
privilegiadas que no estuvieron dispuestas a perder los beneficios que habían
ganado en tiempos coloniales. Aunque debemos aclarar que ese “acomodo” no fue
fácil: fue una respuesta frente a un desequilibrio social que se dio como
consecuencia a la independencia del Perú. El modelo sociopolítico propiamente
colonial se rompió en aquel entonces a partir de la salida de muchos españoles
y criollos generando con ello un vacío difícil de suplir ,quedando en el Perú
una clase dominante más o menos joven incapaz de asumir por su propia cuenta
una reforma radical.3 No hubo por ello un poder hegemónico y más bien se
fragmentó en pugnas que buscaron, a través de caudillos, un orden que se perdía
cada vez más. Se propició con ello un nuevo ciclo de dependencia frente a otras
potencias (Inglaterra, Francia, Estados Unidos). Quizá, entrando al terreno
poco agradable y casi
innecesario de la especulación, si esa clase dirigente hubiera
permanecido estaríamos ahora dentro de una monarquía constitucional,
posibilidad que hubiera sido no solamente la ideal sino la más consecuente con
la realidad social. Eso no sucedió y quedó en el Perú rezagos coloniales en lo
que respecta a la praxis política que, como señala el análisis histórico de
Cotler, ni siquiera se vio afectado por las reformas borbónicas que a comienzos
del siglo XIX quisieron impulsar los reyes de España para “modernizar” la
burocracia del virreinato peruano. Así pues, la lógica de explotación colonial
se traspasó, casi tal cual, a una fachada republicana incapaz de asumir un
discurso consecuente con los valores liberales y democráticos. El desfase entre
los valores liberales cada vez más al alcance de las mayorías supuso un desfase
entre lo que es el Perú real, de la praxis social, (colonial) y el Perú formal,
propio de la constitución y las leyes (republicano). Esa herencia, de
permanente conflicto y desajuste, es la que aún hoy, según Cotler, vivimos.
Esta interpretación histórica sugiere una influencia marxista en
cuanto supone un
problema de clase como prioritario en lo que ha significado el
fracaso del
establecimiento de un Estado-nación en el Perú. Así pues, los
actores centrales en este análisis suponen la pertenencia al rótulo de los
dominantes y los dominados; actores que si bien pueden ir cambiando de roles
(como sucedió con el paulatino empoderamiento de mestizos en el siglo XVIII) no
pueden escapar de la herencia ideológica propia de los que fueron originalmente
el grupo dominante. Esto debido a que los mecanismos de explotación eran
claramente reconocidos por la sociedad colonial, lo que suponía un claro
conocimiento de las reglas de juego a pesar del estricto orden estamental de
inspiración tomista y aristotélica. Así pues, el mestizo (“población flotante”
en términos de Cotler) podía ocupar cargos intermedios junto a blancos e
indígenas tan solamente por cortarse el cabello, hablar castellano y vestir con
ropas europeas. Quedaba la posibilidad de “blanquearse” y con ello asumir un
rol mayor dentro de la escala estamental, y por lo tanto la posibilidad de
asumir los patrones de comportamiento propios de las clases dominantes. Esta
situación bilateral y continua entre dominados y
dominantes solamente podría romperse con una reforma social con
un poder
hegemónico reconocido, capaz de establecer un frente común con
las grandes mayorías del país. Eso nunca sucedió, y desde esa interpretación,
quedaría la añoranza, marxista por cierto, de poder establecer una real
revolución que cambie las relaciones de producción existentes, evidentemente
desde nuestro contexto específico, para a partir de ello propiciar un cambio de
mentalidad. Cotler también señala con precisión que esa oportunidad la tuvo
Velasco, pero “las exigencias populares rebasaban las posibilidades del “modelo
peruano” y lo desbarataron”5. Con ello, y aunque esto no lo mencione Cotler,
quedó en evidencia los límites de lo que supone una revolución por decreto: se
podían cambiar estructuras económicas y los discursos sociales (incluso
culturales) con mayor rapidez en un contexto ya insostenible de explotación,
pero no se podía cambiar tan fácilmente la mentalidad de las personas,
rápidamente empoderadas y no necesariamente preparadas para dicho cambio.
La interpretación histórica esbozada por Aníbal Quijano es
similar: solamente que el énfasis está puesto no en la clase social, sino más
bien en la cultura.6 Es muy difícil desligar las relaciones entorno al poder
con las relaciones culturales, por lo que podemos encontrar juegos de poder
heterogéneos que son justamente esos residuos del pensamiento colonial todavía
vigentes en la mentalidad de los peruanos. Así pues, incluso si se pudiera
asumir un papel distinto dentro de una jerarquía social, pasando de dominado a
dominante por ejemplo, los patrones de jerarquización adquieren vigencia
en la vida cotidiana de los individuos a través del eminente encuentro
entre una cultura hegemónica ideal y una cultura existente. Esto no supone una
aceptación pasiva: es más bien el inicio de un conflicto que genera un serio
problema de identidad expresado en patrones de discriminación.7 Esto genera una
fragmentación social compleja en la que, a
pesar de todo, subsiste la subcultura dominada, también llamada
“cultura subalterna”. Uno de los aspectos de este conflicto, según lo
mencionado por Quijano en un interesante artículo, es el racismo basado en “una
relación social jerárquica” de superiores e inferiores que se generó con la
llegada del poder hegemónico, es decir, con la llegada misma de los españoles.8
El conflicto propiciado es tan fuerte que tanto los modelos propios de la
modernidad son difíciles de ser asumidos tal cual y sus fundamentos
epistemológicos terminan siendo insuficientes, sobre todo en sociedades
postcoloniales como la nuestra. Es por ello que, a diferencia de Cotler, para
Quijano el marxismo no es una respuesta en cuanto esta ideología es parte de la
modernidad. Al final lo que vivimos es una colonialidad del poder. ¿Esto que
implica? Que la conflictividad no resuelta, mencionada poco antes, se termina
expresando en identidades nuevas,
fragmentadas, heterogéneas y subalternas frente a los poderes
hegemónicos claramente imbuidos por el eurocentrismo. Estas identidades débiles
son justamente las que propician la aparición de lo “cholo” y de la
clasificación racial como un paradigma para justificar esta clasificación de
identidades subordinadas a un poder cada vez más homogeneizador y aglutinante
de este tipo de identidades. Al final los movimientos históricos entre
dominadores y dominantes no responden a intereses de clase, sino más bien a una
racionalidad propia de una cultura eurocéntrica que se atribuye un poder
civilizador que propicia, en el encuentro conflictivo con otras realidades,
relaciones de poder9 que pueden ir cambiando de actores y formas pero que
responden prioritariamente a un modelo definido de aculturación (eurocéntrica).
La única salida es iniciar un proceso cultural de “descolonialización” y
“autonomización” renunciando con ello a la aceptación de este tipo de
identidades subyugadas a partir del establecimiento de epistemologías alternativas
al poder hegemónico eurocéntrico.
Vemos pues que, a pesar de las diferencias establecidas el
binomio dominador y
dominado se mantiene intacto en cuanto a categorías que suponen
justamente la
permanencia de la colonialidad en nuestros días. Estas dos
miradas históricas han sido de gran influencia en pensadores que, años después,
abordarían el problema del racismo. Nos referimos específicamente a Flores
Galindo y Nelson Manrique, así como a Gonzalo Portocarrero y Juan Carlos
Callirgos.
1.2 El racismo silencioso: la consolidación del racismo en la
historia peruana delautoritarismo (1987 – 1993)
A mediados de los ochenta aparece con inusitada vehemencia el
historiador Flores Galindo a través de un libro revelador que, a manera de
ensayo, interpreta la historia con originalidad teniendo como horizonte una
pregunta clave en lo que respecta a nuestra frágil identidad como peruanos:
¿qué o a quién estamos buscando los peruanos realmente? Al margen de nuestro
discurso y creencias contextuales, ¿qué es lo que en el fondo de nuestras
conciencias nos mantiene atados a una estructura colonial de dominación? Se
abre pues con estas preguntas lo que será, probablemente, una de las
perspectivas más importantes que se suma a la interpretación colonialista ya
antes vista: la historia de las mentalidades. La respuesta a estas preguntas se
responde con el título del libro revelador que mencionamos antes: Buscando un
inca: identidad y utopía en los Andes. El título mismo esboza una de las tesis
centrales detrás de los ensayos presentados, distintos pero bien estructurados
bajo esa propuesta unificadora. Al final, según Flores Galindo, lo que los
peruanos hemos estado buscando en el trascurso variopinto de la historia es un
Inca.
Una búsqueda que, más allá de viejas añoranzas por la
restauración de un gobierno incaico, suponía, más bien, la concreción de una
utopía que apuntaba al
restablecimiento de un orden resquebrajado por la conquista
española. Esta búsqueda ha sido dramática y ha generado una serie de escisiones
profundas, dentro de nuestro imaginario social, difíciles de resolver en
nuestros días. Quizá una de las más difíciles fue el quiebre que significó,
desde la lectura misma de Flores Galindo, la rebelión de Túpac Amaru II. Hecho
por el cual los indígenas, vasallos directos del rey, y algunos con
privilegios, fueron reducidos a la imagen actual de “indios-campesinos” que fue
alimentada por la élite republicana, profundamente atemorizada.20
Ésta puede ser quizá la introducción a uno de los ensayos más
tristes del libro Buscando un Inca y que, además, refieren al problema que
ahora tratamos: el racismo. Este ensayo se titula, curiosamente, República sin
ciudadanos. Comienza denunciando el silencio que gira alrededor del racismo:
“en el Perú nadie se definiría como racista”. Afirmación que tiene resonancia
hasta ahora. Además deja en claro que “una de las funciones de la historia es
enfrentarnos con nosotros mismos, remontándonos hasta cuando se fueron
estructurando conceptos y valoraciones que después queremos ocultar. En este
sentido
hay semejanza entre el quehacer de un psicoanalista y la función
social de un
historiador”11. Por ello, Flores Galindo busca enfrentar con
este texto relaciones de
poder que están, en estos tiempos más que nunca, sutilmente
enraizadas dentro de nuestra praxis cotidiana. Siguiendo pues la línea
histórica ya trazada por lo que ha sido la dominación colonial, el historiador
reconoce en el racismo más que la expresión de menosprecio y marginación como
consecuencia de un sistema social injusto: ve más bien “un discurso ideológico
que fundamenta la dominación social teniendo como uno de sus ejes la supuesta
existencia de las razas y la relación jerárquicas entre ellas”.12 El racismo
entonces, más que consecuencia, es el fundamento por el que se establece una
dominación social: se refleja en la posibilidad de clasificar al otro y
establecer con ello un orden aristotélico que permita el buen funcionamiento de
un cuerpo social, que debe asemejarse al funcionamiento del cuerpo humano.13
Esto fue lo que sucedió en la Colonia, y es lo que finalmente se transmitió a
las elites republicanas: había que asegurarse de “poner a cada uno en su
sitio”, recordando una tristemente célebre frase racista. Y a diferencia de la
Colonia, los indígenas en la República ya no eran sujetos
reconocidos; por lo que los indígenas, junto con el resto de
castas existentes en el Perú, pasaron a la relación reduccionista de “indios”.
Y no fueron reconocidos porque la noción de república siempre les fue ajena
(Flores Galindo, así como Cotler señalan el apoyo masivo de indígenas a la
causa realista), y por su parte, los criollos más ilustrados creían que la
división estamental era todavía necesaria.14 Como mencionamos, la revolución de
Túpac Amaru II fue probablemente un hito que sembró terror y, con ello, una
profunda desconfianza. Así pues, el racismo supuso una relación hegemónica
entre blancos e indios que fue propalándose hacia otros grupos sociales a
través de la consolidación de relaciones productivas explotadoras. La consolidación
de haciendas y
grandes ingenios costeños permitieron mantener un discurso
centralista y explotador marginando con ello el eje económico que existía en la
sierra desde la época colonial.
Este eje se rompió por la instauración de una oligarquía
rentista y agroexportadora
incapaz de fomentar la aparición de una burguesía capitalista.
Este claro distanciamiento político y económico estaba unido a una desconfianza
que alimentó el discurso explícitamente racista del siglo XIX. Pero al margen
de los argumentos racistas, que fueron rebatidos posteriormente por González
Prada, quedó en el imaginario social una distancia con lo “indio” que ni
Mariátegui ni el mismo Gonzáles Prada pudieron recortar. Permaneció pues una
relación distante y conflictiva que, a pesar del énfasis eminentemente racial
puesto por el racismo biológico del siglo XIX, llevó consigo no solo
valoraciones estéticas, sino también lingüísticas y socioculturales muy
arraigadas en el inconsciente colectivo de todos aquellos, mestizos, blancos,
cholos, negros, chinos, que fueron parte del juego racista que pervive aun hoy.
Por ello, para Flores Galindo este racismo, muy cargado de etnocentrismo frente
al decaimiento del racismo biológico y la irrupción de los nuevos
nacionalismos, permaneció como un discurso ideológico sutil que mantiene
vigentes los mismos síntomas de violencia estructural propios de la época
colonial. Entre el año 1992 y 1993 aparecieron sobre el problema del racismo
trabajos muy influidos por el trabajo de Flores Galindo; estudios históricos y
sociológicos que consideraban tanto la herencia colonial, vista a fines de los
setenta con Cotler, como la historia de las mentalidades propiciada
específicamente por Flores Galindo. Una historia que era la que justamente
fundamentaba el carácter sutil y silencioso de hoy como vimos en los párrafos
anteriores. Así pues, consideraremos a continuación los trabajos publicados en
aquel entonces por los historiadores Nelson Manrique y Guillermo Nugent, el
sociólogo Gonzalo Portocarrero y los antropólogos Juan Carlos Callirgos y
Cecilia Méndez15 como parte de la problematización vigente sobre el racismo en
el Perú. Primero haremos un recuento sobre los trabajos con una mirada
prioritariamente histórica, presentados tanto por Manrique como por Méndez; luego
daremos lugar a las propuestas de Nugent, Portocarrero y Callirgos, que
enfatizan, másbien, un análisis sobre la problemática del racismo desde las
ciencias sociales. En el rubro propiamente histórico, Nelson Manrique
presentó un libro extenso alrededor de lo que significó el universo mental de
la conquista, específicamente de los conquistadores. Con ello profundizó en lo
que antes había sugerido Flores Galindo
respecto a considerar una historia de las mentalidades como
parte de un compromiso social claro con la realidad actual del país. Su libro
Vinieron los sarracenos: el universo mental de la conquista de América
significó un paso importante en la consideración de la génesis del racismo tal
y como lo entendemos. Para emprender este estudio toma el argumento central del
libro La historia continúa de Georges Duby por el cual se señala que las
representaciones mentales no pueden separarse, bajo ninguna circunstancia, de
las condiciones materiales de vida en las que dichas representaciones mentales
se producen. La separación es sencillamente imposible. Desde esa perspectiva
Manrique nos muestra la hipótesis de que nuestros más claros antecedentes
racistas se encuentran en España. Pensar que los españoles llegaron con la
disposición de establecer familias bien constituidas, es para Manrique un mito
que es necesario superar: para ello buscasustentar argumentativamente cómo
España, previamente a la conquista de América, había construido todo un
imaginario racista amparándose en el catolicismo, en el hecho de ser una
monarquía Católica. La expulsión de los judíos curiosamente coincidía con la
conquista de Granada y la partida hacia el descubrimiento de América. Era claro
pues que muchos españoles viajaban con la seguridad de ser cristianos viejos (a
diferencia delos “nuevos”, marranos, esto es, judíos convertidos al
cristianismo) y, por ello, con
autoridad para verse a sí mismos superiores frente a los
conquistados. Siguiendo el argumento de Duby de que la mentalidad se expresa en
la materialidad, Manrique señala que además, no solamente se podía intuir esta
superioridad racial de creencias y prejuicios en torno a la religión, sino
también “institucionalizado en dispositivos jurídicos de todo nivel: desde las
leyes imperiales del Estado español hasta los estatutos particulares de las
órdenes religiosas y militares, los colegios, las universidades, etc.”16.
Además, de señalar también que la persecución a judíos y
moriscos se extendió al
virreinato de México y Perú con el establecimiento de la Santa
Inquisición.
Manrique señala también que el racismo, si bien tiene claros
antecedentes por lo
sucedido en España, también se han ido superponiendo otras
influencias racistas por la apertura hacia otras culturas. Por lo tanto, el
racismo colonial ha ido cambiando con el tiempo: las mentalidades no son
eternas, más bien sufren cambios con el tiempo pero se adecúan a un mismo
patrón estructural de dominación colonial.17 Tal domino, según Manrique,
prevalece en el Perú contemporáneo. Queda, en consecuencia, la tarea de ir propiciando
cambios a dos niveles: a nivel de la mentalidad y a nivel del mundo de la vida
material.18 Años después Manrique presentará importantes trabajos como el
artículo “Racismo y violencia política en el Perú”,19 pero sobre todo el libro
La piel y la
pluma: escritos sobre literatura, etnicidad y racismo. En estos
textos profundizará más sobre la misma línea presentada en estos trabajos, esto
es, enfatizando en la historia de las mentalidades como la columna vertebral de
su propuesta. Sin embargo, disminuye un poco la influencia marxista
(prioritariamente política y economicista) de sus trabajos previos, y sugiere
una idea sugerente en lo que respecta a la historia de las mentalidades: el
problema del racismo hay que mirarlo más desde el problema de la intersubjetividad
social. Esto supone un conflicto en el que prácticas de discriminatorias
objetivas de arraigo colonial (racistas) se contraponen a creencias subjetivas,
políticas e ideológicas más recientes. Es justamente el desfase entre lo
objetivo y lo subjetivo lo que produce el conflicto.
1.3 El racismo ausente y el racismo vigente: la problemática
presencia del otro (1991 – 1993).
No podemos dejar pasar el trabajo de Cecilia Méndez, quien casi
contracorriente
propone un texto muy revelador y particular entorno a la lectura
racismo, un racismo que podríamos denominar frágil siguiendo la argumentación
de la antropóloga.20 El estudio de Méndez es muy optimista, como lo revela
desde un comienzo. Es importante tomar en cuenta esta perspectiva porque es acaso
la más alentadora dentro de las que podríamos encontrar en lo que respecta al
problema del racismo en el Perú. Su trabajo se centra en una época que, según
la antropóloga, muchos intelectuales influenciados por la historiografía
marxista-dependentista de lo años setenta dejaron de lado: los años iniciales
de la República, la época del caudillismo21. Así pues, desde un comienzo,
Cecilia Méndez radicaliza su propuesta en el sentido de que
subordina los análisis
propios del “economicismo marxista” (recordar a Cotler, y su
influencia en Flores
Galindo y Manrique) que ayudaban a sostener la idea del
continuismo colonial, para estudiar, en cambio, las ideologías y los drásticos
cambios políticos de aquel entonces prioritariamente. Para la autora existe en
las interpretaciones históricas un vacío en cuanto se privilegia el estudio de
los grandes cambios económicos que ocurrieron años después de la era
caudillista, dejando este momento de la historia como una gran incógnita.
Méndez, a partir de un estudio de la “historia de las mentalidades” de aquella
época, pero evitando el economicismo marxista, esboza la idea o hipótesis de
que sí existió un nacionalismo en el Perú bastante fuerte que se expresó con la
enérgica crítica a la formación de la Confederación Peruano-boliviana. Pero,
¿cuál es la relación que tiene esto con el racismo? La respuesta justamente
está en el frágil argumento esbozado por las clases dominantes limeñas para
negarse a la Confederación: el temor y rechazo a
lo “indio”, al extraño invasor.
¿Qué hace que el racismo de aquel entonces pueda ser denominado
como frágil? ¿Acaso no se establece un juego de dominación explícito que como
explicaron los historiadores vistos pervive hasta hoy? Cecilia Méndez esbozaría
como respuesta lo siguiente: la firme creencia de la clase aristocrática y
criolla de que el Perú puede construirse económica y políticamente bajo la
perspectiva de un nacionalismo criollo, sin la participación ciudadana de
indígenas y mestizos no deseados. Una creencia que pervivió hasta el día de
hoy, y que según la antropóloga se va desmoronando con la irrupción de masas
mestizas e indígenas que ocupan, bajo la mirada impotente de muchos, espacios
en la sociedad nunca antes pensados. Una de las conclusiones de Méndez resalta
que si los mitos discursivos e ideológicos se destruyen con el avance de la
historia no es
necesario entonces priorizar un estudio histórico a base de
viejas añoranzas o la
glorificación de antiguas utopías, como hizo Flores Galindo;
sino que, más bien, habría que hace del quehacer histórico un estudio
exclusivamente descriptivo y analítico, pero no comprometido políticamente
debido al posible sesgo ideológico que ello supondría. 7
El trabajo de Guillermo Nugent, quizá uno de los pensadores más
cuestionados en lo que respecta al estudio del racismo en el establishment
intelectual, va por una línea similar a la de Cecilia Méndez: cuestiona la idea
de que perviva en la actualidad un racismo de arraigo colonial, y más bien
considera que se han dado grandes avances en lo que respecta al
desenvolvimiento de las grandes masas populares, reunidas bajo el nombre de lo
“cholo”. Más que racismo hay un desprecio por la cultura popular, “chola”:
desprecio que lejos de ser una construcción ideológica alrededor de lo racial,
supone más bien un temor social y político por parte de ciertos grupos con
poder a la invasión de lo que se considera propio. Desde esta mirada, Nugent
apuesta por estudiar el tema del gamonalismo de manera similar al estudio de
Méndez: no recurre a la interpretación marxista de la historia, obviando con
ello el carácter estructuralmente económico; sino que analiza con detenimiento
la misma praxis política. A diferencia de Méndez pone entre paréntesis la
historia de las mentalidades, las utopías o creencias posibles (lo que estaría
detrás, por ejemplo, del nacionalismo criollo que Méndez buscaba probar en su
estudio). Considerará el problema del gamonalismo a mediados
del siglo XX pero desde una perspectiva prioritariamente
política y sociocultural,
estudiando la ideología de aquel entonces desde una mirada más
descriptiva y analítica. Así pues, el problema histórico del gamonalismo,
claramente tematizado durante el gobierno de Velasco, resulta central para
Nugent en cuanto de ahí se genera el sentimiento actual de pensar en los
espacios sociales como si fueran “la chacra propia”.
Se generan con ello dos consecuencias claras bajo esta
perspectiva: primero, que el “sujeto gamonal” busca delimitar espacios “lindos”
y “feos”; y, segundo, que este
“sujeto gamonal”, al establecer dicha distinción crea argollas,
mucho más fuertes y
dolorosas que el racismo22. Hay que considerar a su vez que
Nugent entiende el racismo en tanto marginador y excluyente, como es el
caso del antiguo Apartheid sudafricano y eso, si analizamos con un mínimo de
esfuerzo, no ha sucedido en el Perú. ¿Cómo entender entonces la discriminación
sistemática que ha puesto a blancos como ideal de lo bello y poderoso frente a
lo no-blanco como lo feo y débil? La respuesta está en lo que una profesora de
derecho de Yale, Amy Chua ha denominado “pigmentocracia”23.
Más que una exclusión forzada de otras razas (como en otros
países) lo que hay es una subordinación del otro tomando como argumento el
color de piel. Esto supone la existencia de una élite blanca dominadora, un
grupo dominado indígena, abajo en la escala social, y en el medio “una gran
cantidad de cruces”. Estos “cruces”, es decir, mestizos justifican la
existencia de una sociedad jerárquica interrelacionada en donde laexistencia
del racismo resulta difícil.24 Al final la mentalidad rentista del
oligarca peruano prefiere tener al “cholo barato” su
disposición antes que marginarlo y excluirlo.25 Por eso la pigmentocracia: el
color de piel importa para subordinar pero no para excluir. Hoy en día lo cholo
supone un movimiento sociocultural que propicia un mestizaje acelerado en donde
se podrían generar ciertas actitudes racistas, marginadoras y excluyentes, ya
sea en conversaciones y discusiones, pero no un racismo “de la cintura para
abajo” en términos de Nugent. Eso, desde lo que Nugent entiende por racismo,
sería imposible.
El caso de Juan Carlos Callirgos y de Gonzalo Portocarrero es
eminentemente distinto al de Nugent. Ambos parten de una diferenciación
necesaria: distinguir entre lo que es el racismo del etnocentrismo.
Evidentemente hay relaciones entre ellos, pero no son lo mismo. Veamos primero
el caso de Gonzalo Portocarrero.
Reconoce Portocarrero, en su ya conocido trabajo Racismo y
mestizaje, dos formas de ver y entender el racismo: por un lado hay una
expresión del racismo que se transmite de manera muy sutil, como un espejismo,
a través de representaciones colectivas que representan rezagos claros de una
herencia colonial, siguiendo la pauta marcada por Cotler, Flores Galindo,
Manrique, entre o tros. Si bien el orden colonial desaparece, la velocidad con
la que desapareció produjo un desfase con la mentalidad de las personas todavía
ancladas en una forma de ver el mundo de manera estamental. De esta forma “el
viejo sistema clasificatorio y el espíritu racista habrían subsistido”26. Más
adelante, en
1995, propondría la noción del “fundamento invisible” que supone
un cambio de
discurso en la era oligárquica distinto al racismo colonial;
pero que también implica una clara continuidad de la ideología racista en el
imaginario social de las personas.27 La segunda perspectiva, por otro lado,
supone la realidad concreta del racismo en la que el cholo es discriminado y el
blanco admirado. Esta perspectiva, sin embargo, supone una diferenciación
más compleja en donde se conjugan más bien dos formas distintas de
discriminación: el racismo junto con el etnocentrismo. Así pues, por un lado
está “la desvaloración de las culturas no occidentales” y por otro “la
deshumanización de las personas de <<color>>”28. Estas dos formas
de discriminación están tan entrelazadas que el prejuicio racista-etnocéntrico
es más fácil de distinguir en el Perú que un racismo a secas, como se
entendería en una sociedad como la de Estados Unidos y que es justamente lo que
Nugent entiende propiamente por racismo. Haciendo una analogía con lo trabajado
anteriormente podríamos decir que lo que Nugent entiende por “pigmentocracia”
no es otra cosa que lo que Portocarrero entiende como el racismo etnocentrismo
o racismo real. En tal sentido, aquí en el Perú puede ser “mayor la disposición
a la mezcla racial, pero hay, en cambio, mucho más segregación cultural;
mientras que en Estados Unidos “puede ser mayor la integración cultural pero
sobrevive la exclusión social en base al color de piel”.29
Asumiendo la validez de estas dos perspectivas, Portocarrero
señala que los rasgos físicos, considerando sobre todo el color de la piel, son
muy importantes en cuanto funcionan como “signos de diferencias sociales”
(racismo real) y los aprendemos a interpretar “gracias a códigos desde nuestra
infancia” (racismo como espejismo –herencia colonial).30 Se puede ir
construyendo de a pocos la idea de que hay personas esencialmente superiores y
otras inferiores cultivados por hábitos, comportamientos y formas diversas de
comunicación ya establecidos. Luego de establecer lo que estamos entendiendo
por racismo, Portocarrero presenta un trabajo de investigación con entrevistas
y encuestas que presentan, como era de esperar, una realidad social tristemente
fragmentada e incomunicada a pesar de darse un nivel de cercanía cada vez
mayor. Existe el temor casi permanente de terminar siendo el cholito de
alguien, o el blanquito opresor que tanto odiamos. El conflicto interno es
complejo y trabaja con fuerza en nuestro inconsciente. Así pues el sociólogo
concluye, luego del minucioso estudio sobre los prejuicios en jóvenes de
distintos sectores de la sociedad limeña, que “en el Perú la movilidad social
no ha eliminado las jerarquías de manera que las distancias entre las personas permanecen
enormes, casi insalvables”31. Los códigos propios del juego racista se han
asimilado con facilidad a todo nivel: queda pues firme la idea de que existen
personas superiores e inferiores “necesariamente” generando con ello un
distanciamiento real que difícilmente puede reconocerse por medio de la
palabra. Mientras hacemos evidente el racismo por medio de la praxis
sociocultural y política (acciones concretas) expresada en hábitos y
costumbres, escondemos por mediode la palabra la cuestión racial convirtiéndolo
en un tema tabú. Con ello nos volvemos
cómplices con la repetición de un círculo vicioso cada vez más
tóxico, pero
cómodamente sutil. En una línea no muy distinta, encontramos la
propuesta de Juan Carlos Callirgos presentada en su libro El racismo: la
cuestión del otro (y de uno) que aborda el problema del racismo desde una
mirada prioritariamente antropológica. Como mencionamos anteriormente,
Callirgos también diferencia al racismo del etnocentrismo tal como lo hace
Portocarrero y llega también a la conclusión de que ambas formas de
discriminación están profundamente interrelacionadas en el Perú. Pero a pesar
de que puedan generar incluso consecuencias iguales, eso no significa
necesariamente que sean iguales. Definir lo que se entiende por racismo es
importante dado que, si no lo hacemos, podríamos caer fácilmente o en la
banalización del término o en una rigidez que evita considerar matices sutiles.
Si bien las dos formas de discriminación son
igualmente perjudiciales, a diferencia del etnocentrismo, que
supone un repudio de
formas culturales distintas a las nuestras (siguiendo Callirgos
la definición de Levi-
Strauss), el racismo no es tan solamente una forma posible de
intolerancia teniendo como eje la cultura propia.32 Por ejemplo, el racismo no
puede ser, por lo tanto, confundido y pensado como xenofobia: Callirgos pone el
ejemplo de la Alemania Nazi que por muy racista que pueda ser no tuvo problemas
en aliarse a los japoneses y nombrarlos incluso “arios honorarios”.33 Esto se
debe a que el racismo recae, prioritariamente, sobre un grupo específico en
relación con otros grupos pero no necesariamente con todos los otros grupos.
Siguiendo el caso de la Alemania Nazi, el racismo supone una fijación en la que
se “naturalizan” criterios de “raza” para alcanzar un normal funcionamiento de
la sociedad: esto supuso la creación de un aparato estatal que garantizara
dicho anhelo. Esto trajo como consecuencia el repudio a todo aquello que, bajo
esta premisa de supremacía racial, fuera un estorbo para la construcción de una
sociedad aria: homosexuales, gitanos, minusválidos, judíos. Al final el
racismo desde esta perspectiva, en términos de Callirgos, podía “expres
arse en odio contra
miembros de la misma raza”34. En ese sentido, debemos caer en la
cuenta de que no se puede por lo tanto despojar al racismo de su contenido
político, a pesar de que éste pueda manifestarse casi como “anécdota” en Europa
con la aparición de pequeñosgrupos neonazis y racistas. Si bien la noción de
“raza” en sí misma es una ilusión por sí misma, al momento de configurarse
histórica e ideológicamente (como fue el caso del antisemitismo europeo) en el
imaginario social de las personas adquiere una concreción espeluznante. Esta
concreción se expresa en prácticas concretas de discriminación ligadas
necesariamente a una forma de ver y entender el mundo. No hay comportamientos
desligados de teorías; sin embargo, “el racismo puede tener formas muy sutiles
e indirectas; puede incluso proteger la idea de que uno no tiene prejuicios y no
discrimina.”35
Desde este punto de vista, y considerando lo mencionado por
Callirgos en el cuarto capítulo de su libro, el antropólogo se circunscribiría
sin mayores reparos en la interpretación histórica basada en la herencia
colonial igual que Portocarrero y siguiendo la línea de Cotler, Flores Galindo,
Manrique. Así pues, rescata en Flores Galindo la idea de que el racismo en el
Perú es un fruto del orden colonial, remarcando su disgregación entre los
sectores populares36.
Critica sin embargo una idea de Portocarrero que sugiere la idea
de que no existía
propiamente racismo durante la era colonial sino que más bien
estaba en estado
práctico, mas no teorizado. El racismo como tal aparecería
durante la república en
donde ocurre un desfase, entre lo que suponía el cambio del
orden colonial y el discurso supuestamente liberal de la república como
mencionamos antes analizando la propuesta de Portocarrero. Esto habría
generado, por ejemplo, la pérdida de un reconocimiento político que sí tenían
los indígenas durante la colonia, al margen de su evidente explotación. Para
Callirgos sin embargo no sería anacrónico pensar que hubo racismo durante la
colonia. Para ello retoma justamente un libro que ya hemos analizado: Vinieron
los sarracenos: el universo mental de la conquista de América. Y, señalando sus
principales argumentos, sostiene que el racismo se ha ido cocinando claramente
desde la colonia a partir de un sentimiento de clara superioridad racial de un
grupo frente a otro. El criterio de raza fue desde un comienzo implantado en el
imaginario social de los peruanos al margen del contexto político de turno
generando distancias y escisiones que todavía no hemos superado.
1.4 El racismo desde los estudios culturales y el psicoanálisis
(1999 – 2008)
Los trabajos vistos anteriormente han influenciado mucho los
estudios de hoy; sin
embargo, hoy por hoy, se percibe la necesidad de apostar por
trabajos cada vez más interdisciplinarios para entender los problemas propios
de nuestros tiempos. Es por ello que aparece con fuerza, a fines de los
noventas y comienzos de los dos mil, estudios que podríamos entender como
“estudios culturales”: un campo de investigación establecido en los años
sesenta, pero que ha cobrado interés en el mundo académico actualmente.
De esta forma, más allá de las interpretaciones de influencia
marxista todavía
subsistentes, se buscan combinar distintas perspectivas
académicas para encontrar nuevos significados o re-significaciones en la
sociedad que nos permitan explicar con mayor precisión su comportamiento, así
como las ideologías que están detrás . Esta situación ha permitido re-descubrir
y volver a valorar la propuesta de Aníbal Quijano,probablemente el “padre” de
los estudios culturales en el Perú. En este grupo podemos encontrar tres trabajos
que han sido relevantes en torno a la problemática del racismo: el libro
Indígenas y mestizos de Marisol de la Cadena, el libro Las máscaras de la
representación: el sujeto esclavista y las rutas del racismo en el Perú (1775 –
1895) de Marcel Velázquez y el libro de Rocío Silva Santisteban, El factor asco
que si bien no toca directamente el racismo, explica los mecanismos que
sostienen su vigencia a través de la “basurización simbólica”. Explicaremos
primero el trabajo de Marisol de la
Cadena. El libro Indígenas mestizos comienza planteando un viejo
problema, debatido ampliamente por varios de los autores ya vistos, entorno a
lo que entendemos por racismo y su distinción frente al etnocentrismo. Sin
embargo, la autora enfatiza que en el proceso de socialización en el Cusco, muy
influenciado por el indigenismo, ha generado una simbiosis difícil de romper
entre lo etnocéntrico y lo racial. En tal sentido, lo que podríamos afirmar es
que, al menos en el Cusco, existe tanto una “culturización” de la raza como una
“racialización” de la cultura que se explicaría por lo que la antropóloga
entiende como un proceso de “desindianización”37. En palabras de la autora, “la
desindianización es el proceso mediante el cual los cusqueños de las clase
trabajadora han reproducido el racismo, al mismo tiempo que lo han
enfrentado”38.
¿Cómo se ha dado este proceso de desindianización? De la Cadena
busca sostener la idea de que este proceso se ha dado a partir de la
posibilidad de ascender socialmente sin despojarse de las ciertas formas y
costumbres indígenas, que, gracias al movimiento indigenista del siglo XX,
siguen siendo fuente de un sólido sentido de pertenencia e identidad. El
menosprecio soterrado e implícito ante lo indio o la “indianidad” aparece en
muchos casos cuando un sujeto busca diferenciarse de otro enfatizando su
condición de superioridad, ya sea por sus logros académicos, económicos, etc.
Como De la Cadena muestra en su estudio esto se puede ver con claridad dentro
del mismo movimiento cultural cusqueño: la organización de las danza, las
fiestas, entre otros espacios. Queda en el imaginario de las personas la
posibilidad de dejar la indianidad por medio de la aculturación que, para
evitar perder su carácter localista, recoge elementos cercanos de lo indígena
que puedan adaptarse a una realidad mestiza
particular. Si bien el mestizaje desde un punto de vista sexual
fue cuestionado a
comienzos del siglo XX por las élites indigenistas cusqueñas
para distanciarse de la hispanofilia limeña, parece que se ha ido resignificado
con el tiempo.39 En
consecuencia, podemos encontrar, más bien, un proceso mestizaje
prioritariamente cultural tanto ilustrado como de rasgos indigenistas. Este
mestizaje sostenido por una ideología de diferenciación frente a la pura
“indianidad” (racismo cultural) terminó siendo promotor de un regionalismo,
similar a lo que Benedict Anderson entiende por nacionalismo, que ha buscado
“contrarrestar la percepción que se tenía de los cusqueñoscomo serranos
racialmente inferiores y también a competir con el proyecto político
limeño”40. Con ello se hace legítima la discriminación como “parte integrante
de las reglas de respeto que asumen las clases dominantes”41. Se asume pues una
propia
inferioridad debido a un innegable origen “indio”, pero una
inferioridad relativa que
puede ir siendo superada por la adaptación urbana. Un proceso de
adaptación que
supone un aprendizaje de reglas de respeto que, en gran parte de
casos, no está exento de humillaciones. ¿Podríamos hablar de herencia colonial
en este caso? Podríamos arriesgarnos y decir que ha subsistido, de cierta
manera, dentro del discurso reaccionario del indigenismo; pero como Marisol de
la Cadena da cuenta, ha sido de una forma muy propia, diferente a lo que ha
sucedido en la costa. Podríamos decir, en todo caso, que su estudio como en la
mayoría de los estudios culturales en el Perú están más cercanos a la propuesta
de Aníbal Quijano en lo que respecta a las relaciones entre lo hegemónico y lo
subalterno en un espacio determinado. Esta influencia, que parece algo
soterrada en esta investigación, se verá de forma más evidente en el análisis
de los dos textos siguientes. Más allá de las especulaciones, el texto de
Marisol de la Cadena resulta clave para entender las particularidades del
racismo en el Cusco sin necesidad de circunscribirse explícitamente a una
corriente intelectual delimitada. Ahora cambiaremos de escenario y analizaremos
una realidad distinta que no ha recibido en materia de racismo tanta atención
como lo relacionado a lo indígena y la formación de lo “cholo” a pesar de la
existencia de importantes estudios en los últimos años: el mundo de los
afroperuanos o afrodescendientes. El libro de Marcel Velázquez,
Las máscaras de la representación: el sujeto esclavista y las
rutas del racismo en el Perú, se circunscribe propiamente desde una perspectiva
de “estudios culturales” desde un comienzo: apostará por una metodología
interdisciplinaria basada en el análisis del discurso y la teoría de género
para esclarece el carácter subalterno de la cultura afroperuana, siguiendo
claramente la propuesta de Aníbal Quijano42. Junto con ello y para fundamentar
el carácter subalterno de dicha cultura, el estudio se construirá alrededor de
una noción denominada por Velázquez como “sujeto esclavista” que representa
“los rasgos comunes del discurso y las estrategias cognoscitivas en la
percepción del otro afrodescendiente” teniendo como función la delimitación del
accionar y de la sensibilidad del intérprete de la esclavitud y la cultura
afroperuana”43.
Así pues, a través de este sujeto esclavista, se propagan, a
través de mecanismos
discursivos (en este caso prioritariamente literatura,
disposiciones legislativos y avisos en el periódico), “sentidos sociales que se
difundieron como imágenes que condensan y reproducen relaciones de poder y
exclusión, pero también las contradicciones y fracturas de los proyectos
nacionales del período”44 (es decir, 1775 – 1895). Lo que Velázquez busca
demostrar con este trabajo, en resumidas cuentas, es la pervivencia de antiguas
imágenes coloniales condensadas por el sujeto esclavista en una “nueva
gramática social”, en el mundo social actual. Esta pervivencia se explica por
el tránsito que supuso el paso de un “discurso etnocéntrico tradicional
hegemónico con prácticas racistas” (colonial), a un “discurso racista moderno”
(republicano) asumiendo en ambos casos que las diferencias socioculturales se
entienden como diferencia de poder45. Esta
diferencia jerarquizada de poder ha influido en el hecho de que
después de la etapa colonial el sujeto esclavista reafirmara y radicalizara “la
construcción de la diferencia no solo fenotípica o racial, sino
principalmente socioeconómica y cultural”46. Es por ello que en la etapa
analizada por el autor se sobredimensionan dentro del imaginario social de las
élites ciertos rasgos de la comunidad afroperuana. Se genera con ello una
diferencia ya no tanto socioeconómica y material (esclavitud efectiva) entre el
criollo “amo” y el negro “sirviente”, sino más bien una diferencia
sociocultural y discursiva (esclavitud ideológica), a través de una relación
por oposiciones, que genera la escisión de dos mundos que se vuelven totalmente
otros, distintos el uno del otro: el mundo cultural de los criollos / mestizos
y el mundo cultural de los afroperuanos. Esta subyugación ideológica ha sido
tan fuerte que subordinó el valor sociocultural de dicho grupo, además de
mantener una exclusión política y social de manera “perversamente
exitosa”, en términos de Marcel Velázquez. Tal ha sido el sisma
cultural propagado por el poder hegemónico, específicamente, el sujeto
esclavista, que esta subyugación por oposición ha resultado ser, además, la
principal propagadora de prejuicios que hasta ahora son difíciles de romper.
Nos toca trabajar un texto importante en lo que respecta al
estudio de la “somatización” de las ideologías, en este caso la racista: El
factor asco de la literata Rocío Silva Santisteban. Si bien este estudio no
aborda directamente el tema del racismo, resulta clave para entender la lógica
que se esconde detrás del “asco” tan naturalizado hacia los grupos subalternos
a través de discursos autoritarios. Más allá de cómo se origina, énfasis quizá
de los trabajos anteriores, esta propuesta profundiza en el cómo funciona ahora
la “basurización del otro”. ¿Qué se esconde detrás del “cholo o blanco de
mierda” proferido con naturalidad por algunas personas? Silva Santisteban,
siguiendo la línea de los últimos trabajos expuestos, busca esclarecer esta
lógica de dominación asumiendo el marco teórico propio de los estudios
culturales, siendo la influencia principal Aníbal Quijano. Uno de los aspectos
centrales de su propuesta recae en lo que supone la noción misma de asco. Pero,
antes de todo, ¿qué es el asco? Para la autora supone una reacción espontánea,
biológica, que nos permite separarnos de aquello que consideramos “sucio” o
“contaminado” y que, además, tiene la particularidad de construirse
culturalmente.47
Esta somatización del desprecio frente a lo abyecto permite que
su efecto marginador o excluyente sea mucho más efectivo que las acciones
concretas que resulten de nuestras creencias morales, valores éticos o
percepción de la realidad. El asco por ello podría entenderse como un síntoma
comunicativo que expresa, a diferencia de lo asqueroso, relaciones de poder que
se construyen alrededor de un discurso ideológico autoritario (político y
pragmático)48. La escritora reconoce la estructura autoritaria y la cultura
patriarcal como parte de la herencia colonial, retomando la línea planteada por
los autores ya vistos, pero repara sobre todo en cómo es que funciona dicha
estructura en el seno mismo de nuestras relaciones comunicativas, como ya
mencionamos, más allá del discurso formal. Silva Santisteban señala que estas
relaciones comunicativas suponen la necesaria construcción de un “otro” pero,
curiosamente, este “otro” se construye por un
proceso de “basurización simbólica” que está al servicio de las
estructuras autoritarias dominantes. Esta basurización le da un orden casi
estamental y poco democrático a la sociedad haciendo del desprecio y la
exclusión la herramienta principal para mantener el status quo. Los grupos
subalternos son pues tratados como basura en cuanto el poder hegemónico se
sostiene a partir de la banalización de sus necesidades reales y urgentes, evitando
con ello la posibilidad de que construyan su ser-ciudadanos dialógicamente en
un país que les ha negado sus derechos más fundamentales de manera casi
sistemática.
Podríamos concluir diciendo que esta lógica perversa de
asquearnos del otro periférico hace que la lucha por el reconocimiento, tomando
el título de un libro del filósofo Axel Honneth, se vuelva casi una utopía en
un país tan “asqueado” como el nuestro.
Finalmente, para terminar los estudios sobre racismo hechos en
el Perú revisaremos brevemente el libro del psicoanalista Jorge Bruce, Nos
habíamos choleado tanto: psicoanálisis y racismo. Este libro, que al igual que
Factor asco salió en el año 2008, resulta tener vasos comunicantes claros con
el estudio de Silva Santisteban: la prioridad del trabajo no está tanto en
buscar la génesis del problema racista desde algún paradigma ideológico, como
el marxista, sino más bien en analizar las distintas y sutiles conexiones
ideológicas que existen alrededor del racismo. Advierte el psicoanalista que el
paradigma marxista de ideología ya está suficientemente cuestionado, y toma más
bien de Portocarrero la idea de que el racismo es parte de un “fundamento
invisible” que
supone más bien una suerte de “colonización del imaginario”49.
En tal sentido se hace imprescindible estudiar el mundo de lo cotidiano, de
nuestras relaciones comunicativas más espontáneas para dilucidar la real
dimensión de la ideología racista escondida en el discurso consciente pero
fuertemente interiorizada en el inconsciente. Es justamente el inconsciente el
campo de las subjetividades en donde Bruce centrará su estudio, como ya
mencionamos, desde la mirada psicoanalítica. Dado que hay conexiones en ambos
textos, haremos un diálogo entre ambas propuestas.
En su trabajo Jorge Bruce complejizaría más la tesis de Silva
Santisteban. Aquello que nos da “asco” (utilizando el término de la autora en
mención) a nosotros mismos y que nos llevaría espontáneamente a “cholear”
(término utilizado por Bruce) o “basurear” sintomáticamente a otros, es parte
de la construcción y ordenamiento no solo de las relaciones de poder, sino
también de nuestro propio mundo psíquico. Y, siguiendo a Bruce, en este mundo
subjetivo el racismo, en cuanto ligado a una pulsión de muerte, tiene dos
intensidades: el menosprecio, que puede ser inconsciente pero comunicativo a
fin de cuentas, y la indiferencia que supone la radical eliminación del
otro.Por un lado está el choleo como una forma de menospreciar al otro. Esto
supone una clasificación previa según nuestro mapeo del otro construido
culturalmente, considerando evidentemente las particularidades contextuales y
los prejuicios construidos históricamente: acción que aprendemos desde niños.50
Esta clasificación nos ayuda, en una primera instancia, a seleccionar el tipo
de trato más conveniente frente a otros. Este mapeo “educa” nuestro gusto y
también nuestras formas de discriminación, cada vez más sutiles frente a la
imposición de lo “políticamente correcto”. Aquí podemos encontrar
lo propuesto por Silva Santisteban: la “basurización
simbólica” que se expresa en un uso domesticado de la violencia.
Una muestra clara de eso, explicado en el libro El factor asco, es la
banalización explícita de las búsquedas y necesidades de los grupos subalternos
(como hace Laura Bozo en televisión). Pero el racismo no solo tiene la
capacidad de subyugar al otro dejándolo sin posibilidad de construirse
políticamente poniéndolo como objeto de burla o menosprecio, sino que también
tiene la facultad de “invisibilizarlo”, de des-objetivarlo, de convertirlo en
un no-ser. Se trata de un desprecio silencioso, pero acaso más doloroso que el
desprecio violento, explícito. Pongamos como ejemplo, la noción de asco
trabajada por Silva Santisteban. El “asco”, que puede estar cargado de odio u
otros sentimientos, podría entenderse como una afección que demuestra, al menos
somáticamente, la disposición a establecer un vínculo comunicativo con otro
aunque sea prioritariamente para marcar diferencias. Podríamos decir que es un
afecto negativo, como menciona Bruce51. En este
caso hay una reacción ante la presencia del otro. La
indiferencia, por su parte, siguiendo el análisis de Bruce, expresaría más bien
“una pulsión de muerte en estado puro”52 en la que ya no es necesario recurrir
al mapeo. Un actúa ante la basura como si no estuviera ahí. Como vemos no son
espacios separados: los dos son parte del mismo impulso de muerte pero con
distintas intensidades.
Lo que Bruce no deja en claro, a diferencia de los autores antes
vistos, son los
presupuestos históricos - sociológicos con los que se maneja en
su estudio. Como
hemos visto, critica la interpretación marxista de la historia y
refiere a un “fundamento invisible”, pero cuando esboza la idea de
“poscolonialidad” no la justifica, aunque pareciera circunscribirse tácitamente
a esta corriente de estudios culturales muy inspirada por el trabajo de Aníbal
Quijano. Al saltarse la argumentación, evita dar cuenta de las especificaciones
de lo que vendría a ser la poscolonialidad peruana a diferencia de otros tipos
de sociedad poscoloniales.53
Llega hasta aquí el recuento de los estudios más importantes
realizados en el Perú respecto al racismo. Veremos a continuación nuevas líneas
de investigación tanto en historia como en filosofía política. Ellas sugieren
la posibilidad de discutir la problemática del racismo desde perspectivas
distintas a las habitualmente conocidas. Haremos pues dos breves
presentaciones. Una aborda una nueva forma de interpretar la historia basada en
un minucioso estudio sobre los rezagos antiguo-regimentales, tratando de
dejar la noción “colonial” o “post-colonial” que pareciera funcionar, desde
esta perspectiva, como caja de sastre para explicar cualquier herencia previa a
la era republicana. La otra nos lleva fuera del Perú y nos adentra en el terreno
de la filosofía política contemporánea. La postura que presentamos nos parece
importante porque señala directamente el problema del racismo, y si bien supone
una interpretación en torno a una realidad básicamente eurocéntrica, tematiza
adecuadamente este problema desde las contradicciones y conflictos propios de
la postmodernidad que, querámoslo o no, nos afectan también. Es necesario
reconocer que los trabajos actuales marcado por los “estudios culturales”,
siendo Quijano uno de los pioneros, no son indiferentes frente a la debacle de
los grandes discursos y remarcan el carácter fragmentado de las nuevas
identidades y sentidos de pertenencia; sin embargo, no siempre se cae en la
cuenta de los límites y paradojas del tan anhelado encuentro intercultural, o de
la ética basada en el encuentro con el otro de Lévinas.
1.5 La herencia antiguo-regimental: la cuestión colonial en duda
Cabe mencionar, antes que nada, que aquello que denominamos “herencia
antiguoregimental”
busca agrupar un conjunto de estudios que tienen en común una
crítica a la
noción de colonialidad o poscolonialidad. Hemos puesto un nombre
que no es todavía un referente conocido para abordar nuevas propuestas de
investigación que consideren la etapa previa a la formación de la República.
Esto se debe, probablemente, a que todavía se debate esta crítica dentro
del mundo, a veces muy hermético, de los historiadores. La tesis que está
detrás de esto supone una búsqueda muy minuciosa y, por momentos, enrevesada
que busca evitar caer en la transpolación o supervivencia de categorías o
significados de una época en particular a los tiempos actuales. Habría una
suerte de cosificación de los significados para poder adaptarlos a nuestra
realidad histórica. Nociones como “racismo colonial” serían un ejemplo de ello:
¿acaso las relaciones sociales y políticas de aquel entonces podrían reflejar
el significado que ahora le atribuimos a la palabra racismo? Priorizar la
adecuación de ciertos conceptos actuales a hechos históricos pasados, y no al
revés, nos puede hacer caer en el anacronismo, atribuyendo significados
nuestros a una etapa que construía sus propios significados. Pero, ¿acaso se
puede volver al pasado sin partir de los conceptos actuales? No son los
conceptos de ahora testimonios del pasado pero adecuados a realidades
distintas?
46
Hay un texto clave que justamente busca problematizar el tema de
lo que entendemos normalmente por lo “colonial” y que pretende también dar
nuevas luces para acercarnos a la historia. Este texto es un artículo de la
historiadora francesa Annick Lempérière titulado La «cuestión colonial». En él
cuestiona el uso “al mismo tiempo a-crítico y maquinal, tendencioso y
reificado” que se suele hacer del adjetivo «colonial» “para calificar y
describir sin discriminación cualquier dato, cualquier fenómeno histórico
ocurrido en América durante el período anterior a la independencia”54.
Curiosamente en filosofía se ha criticado suficiente el problema de la
reificación o cosificación: tanto desde los cuestionamientos ontológicos de
presocráticos como Heráclito y Parménides en la antigüedad, como en la crítica
en la modernidad que hace Hegel a Kant respecto a lo que sería la cosificación
del yo, entendido como sujeto trascendental, obviando el hecho de que este
sujeto individuado se va construyendo a partir de relaciones históricas,
dialécticas. Estos son quizá los ejemplos más conocidos. Y estos ejemplos en la
filosofía son importantes porque las cuestiones ontológicas tienen su correlato
práctico en las lecturas hermenéuticas: lo que entendamos como algo en-sí-mismo
y lo que entendamos como algo puramente contextual al momento de leer la
historia puede
generar consecuencias éticas concretas. Lempérière presenta el
ejemplo concreto de la “colonia”. Si dicho concepto se asume como un concepto en-sí-mismo,
entonces la asociación de sucesos en dicho momento de la historia se verá desde
los propios valores, afecciones e ideologías: ayudará a fortalecer nuestras
convicciones políticas, religiosas, culturales. ¿Debe estar la historia
sometida a nuestras convicciones ideológicas? Esto es muy discutible, pero es
justamente lo que plantean los estudios culturales y los estudios de influencia
marxista.55 Lo que estos historiadores plantean más bien es que “si pretendemos
hacer historia no es sólo para compartir emociones y utopías, sino también para
entender y explicar el pasado y el presente”56.Pueda servir de ejemplo
específico el caso propuesto por el historiador español Alejandro Cañeque,
quien en su artículo Cultura vicerregia y Estado colonial: una aproximación
crítica al estudio de la historia política de la Nueva España señala cómo
pervive en el imaginario social de algunos mexicanos la idea de que el
virreinato era sinónimo de poder tiránico y corrupto. Señala como ejemplo el
manifiesto del movimiento zapatista publicado semanas después del comienzo de
la insurrección en el Estado de Chiapas el primero de enero de 1994. En él se
compara sarcásticamente al gobernador de dicho Estado con un virrey o “aprendiz
de virrey”57. Esta imagen está muy difundida en la Latinoamérica
hispánica y según Cañeque también es asimilada en España. Una percepción que no
solo es utilizada por guerrilleros o movimientos izquierdistas, sino también
por ciudadanos comunes y corrientes de distintas posturas ideológicas que ven
en los sucesos actuales continuidades históricas difíciles de negar. Menciona
el historiador español el caso de un político mexicano quien tras la derrota
del
Partido Revolucionario Institucional (PRI) señaló en el New York
Times su escepticismo respecto a la implementación de la democracia dado que
México ya estaba acostumbrado a un poder centralizado y autoritario desde los
tlatoanis aztecas pasando por sus sesenta y tres virreyes hasta los más de
setenta años del PRI en el gobierno.58
Pareciera como si los paradigmas de dominación se hubieran
reproducido tal cual de una era a otra cambiando solamente en lo que respecta a
las formas. Pero, siguiendo el estudio del historiador, ésta es una imagen
evidentemente simplista.
Cañeque parte en su estudio analizando la definición de “Estado
colonial”. Muchos
historiadores cuestionan las características de este Estado: si
fue débil o fuerte, si
funcionó bien o mal la burocracia en determinada época, etc. Lo
que normalmente no se pone en discusión es si es pertinente o no hablar de
“Estado colonial”59. En ese sentido, el autor señala que para entender el
estudio del Estado y sus instituciones habría que priorizar, siguiendo la línea
de estudio de E. P. Thompson y William B. Taylor, la “expresión institucional
de relaciones sociales”, como “un conjunto de relaciones entre personas más que
como entidades que poseen vida propia”60. Señala pues el historiador, citando a
Taylor, que en cierto sentido, y a la luz de los documentos históricos de la
época, “las personas son tanto gobernantes como gobernados” en cuanto las
relaciones de poder no siempre son las mismas, sino que por diversas
circunstancias, lealtades u obligaciones terminan siendo incompletas,
intermitentes; razón por la cual sería arriesgado plantear la existencia de
clases dirigentes únicas, con personajes que personifiquen directamente un
paradigma de poder: ya sea como dominante o dominado.61 Por ello, y remarcando
la hipótesis vista antes por Lempérière, Cañeque sugiere que “la mejor manera
de entender el sistema político colonial, en general, es tratar de hacerlo
desde sus propios principios y no los nuestros”62. Así pues, es distinto
hablar de un Estado en cuanto a “expresión institucional de las
relaciones sociales”, que suponer la existencia de un Estado como lo entendemos
actualmente, es decir, como lo que se empezó a entender a partir de los siglos
XVI y XVII en donde se le atribuye un vida propia, y la necesaria
diferenciación de gobernados y gobernantes. Eso no se daba en las sociedades
virreinales. Conclusión: podríamos hablar de un Estado colonial ciertamente,
pero no juzgándolo bajo los principios de un Estado moderno.
Volviendo nuevamente al Perú podemos encontrar un estudio que
considera la
propuesta antes vista: se trata del libro Buscando un rey: el
autoritarismo en la historia del Perú (Siglos XVI – XXI) del historiador
Eduardo Torres. En este libro, el autor se adentra en el estudio de las cortes
virreinales con minuciosidad, y establece un paralelo entre la relación de
poder dentro de dichas cortes con las relaciones de poder actuales. Para el
autor nada ha cambiado: la sociedad peruana parece ser un ridículo remedo del
universo cortesano de los siglos XVI y XVII. En el libro los ejemplos sobran:
en el sexto capítulo, probablemente el más llamativo, se menciona cómo perviven
hasta hoy “las rígidas reglas del ceremonial” como el Te Deum o las
juramentaciones de ministros, “el arte de pedir”, “la argolla”, “la
impuntualidad”, etc.63 ¿A qué se debe esto? Se menciona en el libro una serie
de decisiones históricas poco congruentes con nuestra realidad, con los juegos
de poder a los que ya estábamos acostumbrados. No hay que olvidar que las
élites criollas e indígenas se resistieron al cambio modernizador de
los borbones y años después las élites criollas, tanto por
presiones externas como por la difícil coyuntura en España, abrazaron la
independencia, pero eso sí: manteniendo vigentes las costumbres
antiguo-regimentales. Sabían bien estos “ilustrados” que las masas no podrían
acostumbrarse tan fácilmente al nuevo orden republicano. Estas decisiones que
luego se fueron consolidando a lo largo de nuestra historia republicana nos
llevaron a la vivencia efectiva de contradicciones que se resumen para el autor
en una sola: los peruanos seguimos buscando un rey dentro de una República. Así
pues, más que la permanencia de una “herencia colonial” hegemónica y
estructuralmente perversa en el que hay un juego dividido entre
dominantes y dominados, queda vigente en el Perú una “expresión
institucionalizada de las relaciones sociales” propias del Antiguo régimen,
parafraseando la frase ya citada de E. P. Thompson. En términos
adaptados al estudio de Torres podríamos decir que hay “una
expresión cortesana
(institucionalizada) de las relaciones sociales” que se recrea
dentro de una sociedad que sigue viéndose a sí misma como “moderna” (paradigma
de Estado-nación) sin serlo y que no puede, por más que quiera, escapar de los
problemas propios de la postmodernidad.
La pregunta ahora es: ¿cómo enfocaríamos el racismo desde esta
perspectiva? Si nos quedamos en la línea de lo trabajado por Eduardo Torres
podríamos plantear que el racismo actual se sostiene por una ideología
(creencias y prácticas dentro de una relación de poder) de antiguo régimen que
pervive en una suerte de inconsciente colectivo. Esta definición es sugerente,
pero estamos seguros que podría desarrollarse mucho más. A fin de cuentas, por
más que nuestra “ideología real” sea una expresión antiguo-regimental no cabe
duda que está suscrita también a las paradojas de las “ideologías actuales”
amparadas bajo el discurso postmodernidad y la hegemonía del mercado
capitalista. Por ello, esta ideología real no puede estar ajena a la búsqueda
de reconocimiento de minorías con “proyectos ideológicos” (distintos a la “ideología
real”) que oscilan entre la defensa de su particularidad y la tendencia hacia
su universalización de la que no se salvan. Todavía hay mucho por ver en lo que
respecta a la expresión y el
funcionamiento del racismo en el mundo de hoy.
Nos toca ahora adentrarnos un poco más en los problemas propios
del capitalismo, específicamente el problema del racismo a la luz de las
relaciones de producción y la lucha de clases. Esto supondrá, tal como ha
sucedido en este subcapítulo, tanto una crítica a lo visto anteriormente como
una alternativa posible para abordar la problemática del racismo que tanto nos
aqueja.
52
1.6 El racismo a partir de las relaciones de producción y la
lucha de clases: una crítica a las interpretaciones economicistas de Marx
Pareciera que el problema del racismo en el Perú, según lo visto
anteriormente,
solamente podría ser entendido desde dos miradas: la mirada de
las relaciones
intersubjetivas y sus relaciones de poder, y/o desde una mirada
“economicista” de Marx (Cotler, en líneas generales), relacionada a la
explotación de una masa de gente marginada por parte de un pequeño grupo de
dominadores. Si bien ya hemos visto ambas posturas, pareciera que quedara
vigente la primera mirada, más relacionada a estudios culturales, interdisciplinarios,
frente a la postura “economicista” ya en desuso o con cierto descrédito. Y si
bien es cierto que la postura economicista tiene inconsistencias
argumentativas, eso no supone que sea imposible llegar a una mirada marxista
más completa y compleja, sin llegar a caer en el “economicismo” y sin caer
necesariamente en una visión “cosificadora” o “reificante” de la sociedad. En
otras palabras: es posible retomar el marxismo, sin caer en una interpretación
economicista de la sociedad o una aplicación político-programática. Y es
posible retomarlo específicamente a partir del análisis de las relaciones de
producción y la lucha de clases. Esto supone ver con mayor detenimiento las
relaciones humanas que se tejen entre la dominación (política) y la explotación
(económica) tratando de evitar conceptos rígidos que nos alejen de los
contextos concretos, en etapas específicas de la historia. La idea está
en señalar procesos sociales, fieles con la realidad concreta, para luego
abstraer los
fundamentos que sostienen a dichos procesos o que se desprenden
de ellos en un
contexto dado; sin caer, por otra parte, en el señalamiento de
procesos sociales a partir de términos abstractos ya presupuestos64. Esto
supone, desde luego, la necesidad de leer la historia minuciosamente, de
priorizar la descripción antes que el análisis. No se trata de la descripción
estática de los distintos sujetos a partir de sus acciones recurrentes para
entender sus relaciones, sino más bien la descripción de procesos históricos
estructurados dialécticamente que nos permitan entender la particularidad de
los sujetos y de sus acciones en una situación determinada. Siguiendo en la
problemática del racismo, podemos ver que los inicios de esta forma de leer y
entender los procesos históricos estructurados dialécticamente ha sido vista en
un primer momento por José
Carlos Mariátegui. Habrá que aclarar que su trabajo de
interpretación nos es
actualmente cronológicamente desfasado y cuenta con
imprecisiones históricas
considerables; sin embargo, se trataba de un trabajo descriptivo
y analítico realmente brillante para su época. Su prioridad no estaba en
adecuar la historia del Perú a una lectura marxista, sino de describir la
situación de las relaciones productivas de aquel entonces para luego proponer una
solución marxista, adaptada al “contexto peruano” y al problema fundamental del
“indio”: la propiedad. Al margen de la solución esbozada por Mariátegui, lo que
rescatamos de su trabajo es propiamente su “interpretación de la realidad
peruana”, parafraseando el título de su libro. Este énfasis, más contextual que
estático, será el que retome años después Guillermo Rochabrún, pero más cercano
al
desarrollo teórico del marxismo en relación al Perú y, a
diferencia de Mariátegui, menos interpretativo. Gracias a él se hará evidente
que todavía las relaciones de producción y la lucha de clases son temas
vigentes hoy en día, muy a pesar de la consolidación del capitalismo. Y será
más bien nuestro deber, y no el de Rochabrún, relacionar dichostemas con el
problema del racismo. Por ello, al final del capítulo haremos la lectura de un
célebre ensayo de Alberto Flores Galindo, La tradición autoritaria, en paralelo
con el tema que hemos venido desarrollando a lo largo del capítulo enlazándolo
directamente con el problema del racismo. Un racismo que, al menos en este
caso, dejaría claramente el terreno de lo “intersubjetivo” para adentrarse más
claramente en el campo de la objetividad social, sin caer ciertamente, en el
puro cientificismo.
El primero, o acaso uno de los primeros, en abordar el problema
del racismo en el Perú fuera del ámbito biológico fue José Carlos Mariátegui.
Si bien no estuvo exento de proferir comentarios racistas, sobre todo contra
los negros y los asiáticos, subordinó lo racial a un aspecto cultural sacando a
relucir con ello un problema predominantemente económico, o en todo caso, la
relación entre lo cultural y lo económico65. ¿Dónde nos situamos frente al
contexto económico mundial? ¿Qué luchas o acciones estamos emprendiendo en ese
sentido? ¿Hacia dónde queremos ir? Estas preguntas son las que están en el
fondo de la discusión propuesta por Mariátegui, y si buscamos englobar con ello
a todos los actores de nuestra sociedad, o habrá que decir mejor “sociedades
peruanas”, no podemos obviar el problema del indígena. Pero, en función de lo
dicho anteriormente es necesario resignificar ese término: ¿qué entendemos por
indígena?
Habrá que descartar en primer lugar cualquier posibilidad de
asociar lo indígena con una “raza” en sentido biológico, y más bien entender
dicho término como un conjunto de personas con una cultura similar o
afín66, en un claro contexto de dominación y explotación. Esto último es
importante.
En su libro 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana,
y sobre todo a partir de sus dos primeros ensayos, nos muestra Mariátegui una
asociación poco feliz pero que tiene asidero en la realidad: ésta es que no nos
es difícil asociar lo indígena, y con ello una imagen racial-biológica
determinada aunque no sea lo biológico esencial en el argumento, con lo pobre,
lo explotado, lo servil en contraposición a la imagen racial biológica de lo
blanco, o incluso hasta de lo mestizo, como lo occidentalizado, lo acomodado,
lo explotador67. Pero detrás de estos adjetivos que pueden sonar muy simplistas
se esconden dos problemas específicos y un gran problema detrás: la
imposibilidad de entender a la sociedad peruana de aquel entonces en el
proceso, siquiera, de ir en pos de una sociedad capitalista, dado que vivía
anclada en una férrea sociedad feudal dentro de la cual había una división
socioeconómica que coincidía marcadamente con un tema racial. Una división
socioeconómica que difícilmente los grupos de poder habrían buscado resolver
por sí mismos.
El primer problema específico está en el carácter oligárquico de
la clase acomodada, “blanca” u occidentalizada, incapaz de asumirse como una
clase burguesa dirigente.
Problema que no pudo resolver desde el inicio mismo de la
República, momento clave en el que dicha clase “abraza”, supuestamente, los
ideales progresistas y liberales. El segundo problema radica en la gran masa
indígena incapacitada para siquiera considerar una vida como clase obrera y
mucho menos pequeño-burguesa. Dentro de un Estado oligárquico no había espacio
para una masa indígena organizada y con derechos ciudadanos básicos. Esta masa
debía permanecer, para la oligarquía, dispersa respecto a los centros de poder
pero, al mismo tiempo, cercana a dichos centros debido a su carácter
predominantemente servil. En el fondo lo que se buscaba era impedir la
organización del indígena dentro del Estado para evitar perder los beneficios
de una economía rentista, de ganancias a corto plazo, dependiente de las
importaciones y del comercio exterior: de la minería y la agricultura. Así
pues, se trunca la posibilidad de establecer el capitalismo en el Perú debido a
la supervivencia de la feudalidad, sobre todo en la costa; una semifeudalidad
criolla que resulta mucho más nociva que la feudalidad por la que pasaron los
europeos en su momento68.
La sociedad por ello, desde esta lectura, giró entorno a los
grandes emporios agrarios o establecimientos mineros que debido a sus grandes
ingresos resultaron ser prioridad para el Estado. Era necesario garantizar la
tecnología y una buena administración en estas grandes corporaciones en
desmedro de la pequeña propiedad. Esto último propició una ola de ventas a
empresas extranjeras que, a la larga, impusieron sus propias condiciones o
reglas de juego generando con ello un comercio interno bastante restringido,
propiciando, queriéndolo o no, una vida urbana decadente69. Nada de esto
impidió la propagación de una mentalidad rentista, y más bien se fortaleció;
imposibilitando con ello la aparición de un mercado interno sólido que
privilegie la producción en desmedro de la renta, que active una mayor cantidad
de circuitos comerciales internos y no alimente tan solo a islas al servicio de
intereses externos. Por estas razones “la liberación de la tierra” era para
Mariátegui un tema de fondo en cuanto no era posible modernizar al Perú si es
que no se terminaba con los feudos que limitaban la vida urbana, en donde
debería predominar la industria, el comercio interno, la manufacturación, etc.
El feudo es pues la antítesis de una economía capitalista70.
Para Mariátegui es pues latente el inicio de una revolución
social debido a los límites ya evidentes que supone el manejo feudo-rentista de
la economía peruana. No solamente era un tema de bienestar económico sostenido
a todo nivel dentro de un Estado sino también de romper con situaciones
económicas injustas que alimentan directamente paradigmas y prejuicios
racistas. Ciertamente Mariátegui esperaba con convencimiento que la solución se
diera con una “revolución socialista”; sin embargo, la verdadera revolución
social ocurrió antes y después de la revolución por decreto velasquista: empezó
con las grandes migraciones de peruanos que iban del campo a la ciudad buscando
nuevas oportunidades que permitieran mejorar su calidad de vida. Esto supuso
antes que una posibilidad de alcanzar el socialismo, una nueva forma de
entender y hacer capitalismo en el Perú tanto al margen de la revolución
velasquista en un sentido, como gracias a ella en otro sentido. Al margen de la
revolución velasquista en cuanto era más predominante la búsqueda de nuevas
oportunidades de trabajo o negocio dentro
de las grandes ciudades que la búsqueda de consolidar las
empresas cooperativas impulsadas en la Reforma Agraria. Y gracias a ella debido
a la revolución sociocultural que supuso la revalorización de elementos
históricos y “nacionales”, una revolución que trajo consigo la valorización de
símbolos de una gran masa que se había sentido al margen de un paradigma de
Estado-nación que el velasquismo quería concretar. Estos dos aspectos
mencionados favorecieron a la larga una forma de hacer capitalismo efectivo,
pero al margen del Estado y con un racismo vigente. El intento fallido de
establecer de una vez por todas el Estado-nación en el Perú, así como el
emprendimiento micro-empresarial de las llamadas “clases emergentes” aceleró,
más bien, el proceso de consolidación de una sociedad que creció internamente,
al menos en los últimos treinta o cuarenta años, gracias al mercado informal.
Antes de seguir, retomemos lo dicho y planteemos las siguientes preguntas: ¿Por
qué a diferencia de Julio Cotler, Mariátegui queda como un clásico pero no
llega a ser un referente para los intelectuales marxistas de los años ochenta y
noventa? ¿No es que acaso común a estos dos pensadores el haber buscado
interpretar la realidad peruana a partir de situaciones sociales propias de su
época? Hay pues una diferencia esencial: Cotler enfatiza en la continuidad de
un proceso que denomina como “herencia colonial” para explicar nuestra
incapacidad de entendernos como un Estado-nación. Mariátegui no tiene, por su
parte, una pretensión tan grande: enfatiza más bien en la descripción de
procesos y relaciones económicas vigentes que nos impiden entrar
en el capitalismo apoyándose en la historia, con el riesgo de ser simplista. No
va más allá de ver una suerte de sistema feudal en el Perú que requiere de una
solución adecuada al contexto.
Cotler, si bien profundiza más en su lectura de la realidad
peruana, con la noción de “herencia colonial”; cae, casi sin quererlo, en una
suerte de perspectiva cerrada en donde lo “colonial” es una suerte de caja de
sastre para una interpretación “marxista” en donde la relación opresor-oprimido
está mejor retratada (no cuestionada) así como las referencias históricas y los
análisis sociológicos son más finos, detallados. Ésta es, en resumidas cuentas,
la crítica que le hace específicamente Guillermo Rochabrún en su ensayo “La
visión del Perú de Julio Cotler”71. Detrás de esta crítica se esconde no
solamente una crítica a la forma de acercarnos al marxismo para interpretar la
realidad nacional, sino también que nos abre, a la luz de otros ensayos, a la
posibilidad de considerar la vigencia de las relaciones de producción y la
lucha de clases como temas vigentes para llegar a lecturas objetivas de la
realidad peruana, pero sin caer en perspectivas histórico-sociológicas
sutilmente unilaterales. Veremos esto a continuación con más detenimiento.
Batallas por la teoría: en torno a Marx y el Perú es un libro clave para el
estudio de las ciencias sociales y de la realidad peruana gracias a un fino
análisis de la teoría marxista. En esta compilación de ensayos y artículos
Guillermo Rochabrún lucha contra lugares comunes en los estudios marxistas y
serias imprecisiones que dejarían a la propuesta marxista a merced de un método
marcado por el positivismo. Esta dependencia dejaría replegado al marxismo como
una propuesta ideológica desfasada debido a su dependencia a ciertos
presupuestos “objetivos” y procedimientos que sólo el marxismo consideraría
para llegar a un estadio ideal y que a estas alturas del camino parecieran
haber perdido toda credibilidad.
Sin embargo, para Rochabrún el marxismo no depende de una
perspectiva positivista. En su artículo ¿Hay una metodología marxista? el
sociólogo señala que el método marxista supone “buscar los fundamentos de una
etapa histórica, sumergirse en la empiria de los fenómenos exteriores, y
abstraer a partir de ellos las determinaciones fundamentales del todo. En este
proceso el método no existe por fuera del contenido; es la manera cómo él mismo
va revelándose y asumiendo una forma racional a través de la investigación”72
Hay pues un proceso hermenéutico o método en el cual la abstracción resulta ser
un plano del razonamiento distinto al de la generalidad y no alejado de lo
concreto. El método está ligado necesariamente a su objeto particular, por lo
que todo aquello que se abstrae de dicho análisis supone un momento específico,
un sentido determinado y no un concepto general. Cosificar el método para
aplicarlo a cualquier objeto posible es asumir que lo abstracto supone una
generalización; supone pensar, por
lo tanto, en un método positivista.
¿Pero acaso estamos forzando una lectura hermenéutica de Marx
para “salvarlo” del positivismo? ¿O acaso esta posibilidad hermenéutica está
implícita en la propuesta marxista? Rochabrún considera esto último, asumiendo
que tanto la base como la superestructura en Marx no suponen una división
entre lo aparente y lo fundamental (los fundamentos) como muchos marxistas
suponen, sino que más bien hay una totalidad, una “teoría de las apariencias en
la economía”73. Ciertamente justificar lo mencionado supone un estudio más
detallado y finamente argumentado que no tenemos tiempo de desarrollar ahora;
sin embargo, podemos resaltar por lo menos dos cosas que ejemplificaremos a
continuación con otro artículo: (1) que partimos de las apariencias del mundo
concreto para rescatar hermenéuticamente sus fundamentos y, finalmente, (2)
regresamos a las apariencias pero con un significado renovado a partir del
encuentro con una totalidad social objetiva74. Así pues, esta comprensión,
dialéctica, de la sociedad como totalidad implica un estudio minucioso de las
relaciones de producción en cuanto ellas nos muestran lo aparente, las
particularidades que están detrás del “doble juego” de la mercancía, la
relación entre la dominación y la explotación, tanto la teoría como la praxis.
En ese sentido, el marxismo no tiene al capitalismo como “objeto de estudio”,
sino que busca con ahínco los fundamentos más
recónditos de la realidad siendo el capitalismo un marco
posible. Y si el suelo que
pisamos presupone el capitalismo entonces las relaciones de
producción no podrán escapar a la lucha de clases. Esta lucha de clases supone
la movilidad política de grupos organizados que no necesariamente se mueven
como “reacción” a problemas económicos o en cuanto “víctimas” del sistema, sino
que tienen una potencialidad con intereses particulares y definidos al margen
de problemas económicos urgentes pero siempre en un contexto de relaciones de
producción cambiantes75. No hay un “método de acción política”: la lucha de
clases es la expresión de las contradicciones propias del capitalismo, ya no
solamente con un “sector obrero” sino con la sociedad en su conjunto76. Así
como no desaparecen las relaciones de producción, no desaparecen tampoco las
luchas de clase.
El texto inédito de Rochabrún “Formación nacional y experiencia
histórica” nos
ayudará a entender lo dicho anteriormente. En él se hace
explícita una diferencia
importante: no es lo mismo afrontar los problemas de la realidad
peruana a partir de los “modos de producción” que a partir de las “relaciones
de producción”. Son dos cosas distintas. ¿Por qué? Porque la relación misma
entre las personas en un lugar y contexto determinados supone formas mentales,
ideológicas y psicológicas particulares que influyen en las decisiones
económicas y no al revés. Por lo tanto, un proceso de relaciones económicas con
patrones similares, bastante parecidos entre sí, no desemboca en un estadio
sociopolítico determinado. En consecuencia, más que un camino ya determinado
por la base económica o la superestructura (lenguas, tradiciones, cosmovisión),
o por el análisis del encuentro de la una con la otra; hay un camino que se
construye en la experiencia histórica que puede producir y reproducir
personajes sociales nuevos que no siempre son compatibles con los cánones de
una “superestructura” dada previamente, sino que más bien la modifican. En tal
sentido no es posible plantear normas en función de leyes históricas (base
económica y superestructura) para alimentar teorías que resultan estar
desconectadas de la realidad y que además buscan "profetizar" sobre
realidades concretas. Rochabrún propone un ejemplo claro en ese sentido. Luego
de remarcar cómo se dio el desarrollo del capitalismo en Europa bajo parámetros
sociales y políticos determinados previamente por la existencia de una
aristocracia (que en algunos casos se mantiene conviviendo con la burguesía y
el proletariado) y una servidumbre; menciona el caso de Estados Unidos: “En el
caso norteamericano no hemos tenido ni aristocracia, servidumbre o monarquía.
Ha sido una sociedad capitalista, o al menos pro-capitalista, dese sus inicios.
En tal sentido, uno podría pensar que en un país así el “socialismo científico”
debería haberse desarrollado con la mayor facilidad y en toda su pureza, al no
tener el lastre de un pasado feudal.
Burguesía, proletariado y su lógica confrontación debieran ser
en
consecuencia totalmente visibles, nítidos y centrales en la
dinámica histórica norteamericana. Por lo tanto, debiera existir un movimiento
obrero socialista mayor que en cualquier otro país.
Como sabemos, la realidad es completamente distinta. Cuando me
refiero a la experiencia histórica, a través del caso norteamericano me refiero
a lo siguiente. El proceso de formación de esta sociedad crea espacio,
crea territorio no sólo para nuevos migrantes, sino que es creado por
ellos. Cada hombre puede experimentar que él construye el propio espacio que va
a ocupar; no está heredando ni ocupando el espacio de otro. Tampoco siente que
esté cometiendo una usurpación. Mientras que en Europa esto sí se produjo – por
ejemplo con los campesinos irlandeses- en América el colono encuentra un lugar
que no es, aparentemente, resultado de usurpación alguna. Y así surge la imagen
del pionero. En el plano individual el pionero se convierte en el arquetipo, el
prototipo
individualizado de la sociedad americana. Esto no lo encontramos
en el caso de otros países.” (Rochabrún 2007: 276 – 277)
Con ello Rochabrún remarca que para entender a una “nación” en
particular debe
mirarse el análisis de las condiciones económicas (base) y
culturales (superestructura) no en función de normativas teóricas
predeterminadas (abstracción desde la generalidad), sino más bien intersectando
estos dos aspectos con la experiencia histórica concreta (posibilidad de
abstraer desde lo concreto).77 Dado que los problemas que una nación debe
enfrentar no siempre son los mismos, cada nación debe establecer cómo
resolverlos. Habría que enfatizar, ciertamente, en la lógica detrás de las
relaciones productivas (y no tan solo en los modos de producción) así como en
la formación de “ciertas posibilidades de clase más o menos constituidas, que
se desarrollan sólo al
interior de una experiencia histórica que incluye un sentido
vivencial específico para cada uno y para todos”78. Así pues, hay “procesos
históricamente autónomos” que suponen relaciones de producción particulares:
“de afuera llegaron algunos ingredientes, pero los elementos centrales y su
combinación tuvo lugar dentro”. Siguiendo lo dicho, ¿qué es lo que ha sucedido
en el Perú? Rochabrún señala que en el Perú confluyen dos tipos de sociedad:
una patrimonial y una colonial. Una sociedad patrimonial supone una relación
directamente vertical y diferenciada en la que se reconocen claramente quiénes
son los miembros de los grupos privilegiados que reparten favores frente a los
menos privilegiados que difícilmente acceden a los beneficios de los grupos de
poder. El Estado patrimonial funciona prioritariamente repartiendo tierras y
favores entre los ciudadanos más fieles o más capaces de generar riqueza,
generando con ello círculos cerrados de comercio y de difícil acceso para las
grandes mayorías. En ese sentido, el Estado patrimonial está contrapuesto a un
Estado moderno. En el caso del Perú esto se vio en dos momentos: primero con
los conquistadores quienes establecieron empresas particulares (encomiendas)
que se distinguían claramente de la dinámica sociopolítica de los pobladores
nativos: eso quedó más claro con la separación formal de las dos repúblicas: la
de españoles y la de indios cada cual con derechos y obligaciones
diferenciados. El otro momento que explica al Estado patrimonial se dio con el
establecimiento de la corte, en donde el virrey era el encargado de brindar
territorios y favores a quien él considerara pertinente.
Digamos pues, que el Estado patrimonial supone reconocer dos
tipos diferenciados de entender la sociedad: el de los privilegiados y el de
los oprimidos.
Lo colonial, por su parte, supone para Rochabrún “relaciones
plenas y simultáneamente fracturadas” entre un grupo dominado y otro grupo
dominante. En el Estado colonial para Rochabrún no se enfatiza en la distinción
entre los dos grupos, sino más bien en la interacción a nivel social,
económico, cultural. Ambos grupos se necesitan (por ejemplo en las relaciones
productivas) pero al mismo tiempo ambos buscan entenderse como grupos cerrados
e impenetrables: sobre todo los dominadores. Hay por lo tanto una suerte de tensión
entre lo que es el statu quo que representa el Estado patrimonial y las
vicisitudes propias de una sociedad colonial marcada por problemas
incontrolables como lo fue el mestizaje. De ahí resultaría, según el sociólogo,
el status marginal del mestizo, las discusiones sobre el carácter humano de los
indios, la posterior división
aristotélica de la sociedad. Esta búsqueda por la distinción
entre grupos no
desaparecería con la república, sino que más bien se volvió una
suerte de contradicción:“En el siglo XIX de Perú, las constituciones
republicanas no reconocen la existencias de “indios”. Todos son “personas que
cumplen o (no) los
requisitos para ser ciudadanos. Pero al mismo tiempo, estos
indios “no
reconocidos” son los que sostienen al fisco a través del
tributo, el cual
son exclusivamente ellos quienes están obligados a pagar. En
cambio, el
siglo XX, según Basadre, ha “redescubierto” al indio y ha
reconocido sus
formas de organización. Al mismo tiempo han ido apareciendo
condiciones para la emergencia gradual de formas de ciudadanía,
y con
ello de igualdad. Pero eso se ha ido tornando crecientemente
conflictivo”.
(Rochabrún 2007: 283). Esta fuerte relación entre dominadores y
dominados en un mismo contexto social es muy distinta a lo sucedido con los pioneros
estadounidenses quienes, como sucedió en Argentina en su momento, arrinconaron
y literalmente excluyeron a las comunidades nativas (casi hasta la extinción)
dificultando la posibilidad misma de generar un Estado patrimonial. Ciertamente
no se puede obviar tampoco la influencia que en ello tuvo el
protestantismo. Por su parte, en el Perú, en medio de una
difícil convivencia pervivió el Estado patrimonial durante la república debido
a la incapacidad de las élites locales por instaurar un orden liberal, así como
su fácil acomodo a un sistema (Estado) patrimonial.
El Estado republicano, que según Rochabrún recogía en su
constitución elementos de legislación colonial española, era dueño de recursos
que repartía en concesión a particulares nacionales o extranjeros, esto es, a
favor siempre de una élite. Hubo pues una permanencia del patrimonialismo: se
dejaba de lado la economía local, que interesaba poco o nada, y más bien se
inclinaba la balanza a favor de una economía basada en la renta, en la
exportación. No había por lo tanto, “una articulación productiva entre
dominantes y dominados… una
“maquinaria social” en el país. Por ello el Estado aparece como
una
columna vertebral para fundar una sociedad que no se presenta
como una
sociedad articulada por relaciones de clase ni compuesta por
clases
articuladas. Más bien, si por un lado existen grupos dominantes,
en
particular la élite nacional no deriva su dominio de una
explotación
organizada de la población, sino de una renta obtenida en el
mercado
internacional, y no gracias a la economía interna”. (Rochabrún
2007:
284- 285). Esto supone una diferencia importante con la
formación del capitalismo europeo, en cuanto el Estado, desde la perspectiva
patrimonialista que hemos venido analizando, no es más que un mediador entre el
territorio y la sociedad sin que haya de por medio una relación de clases
propiamente dicha, sino más bien una clara diferenciación entre grupos que
viven del Estado (dominadores entendidos como empresarios y gobernantes) y de
grupos que viven al margen del Estado o para el Estado (dominados entendidos
como trabajadores empleados, desempleados o auto-empleados). La idea de una
república con un Estado patrimonial es garantizar que un grupo específico de la
sociedad entre al gobierno del Estado para tener injerencia económica a nivel
nacional y mantener o conseguir ciertos privilegios: un grupo que normalmente
es económicamente poderoso y reconocidamente influyente.
A pesar de ello, este modelo rentista80 se mostraba frágil en un
contexto de
consolidación capitalista forzada por procesos migratorios, vías
de comunicación y
transporte, concentración de la población en ciudades,
centralización de los medios de comunicación.81 Si el Estado no era capaz de
brindar un reconocimiento a grupos sistemáticamente marginados, entonces ellos
tarde o temprano irían en búsqueda de los beneficios que se les negaba. Esto
obligó a que los grupos de dominados se interrelacionaran cada vez más con los
dominadores. Sin embargo, no hubo omogeneización porque el Estado y la élite
que lo sostenía no priorizaron una educación homogénea, ni reconocimiento de
derechos ciudadanos; sino más bien políticas cada vez más populistas frente a
un mercado interno que crecía más aunque de forma desigual, y además con una
gran mayoría informal. Con dicho crecimiento aparece el fenómeno de lo cholo.
Surge pues, este sentimiento de “ser invadidos por cholos” por parte de las
élites, aparece también el autoempleo y un Estado que ahora juega como
articulador de dos frentes: el de las élites y el de las masas populares. Lo
curioso es que en este contexto de capitalismo forzado se mantienen viejas
costumbres, pero aparecen nuevos actores sociales: tan nuevos y particulares
como los pioneros estadounidenses. ¿Quiénes son? Rochabrún se pregunta:
¿quiénes pueden ser los nuevos personajes y protagonistas actualmente en este
contexto de capitalismo forzado que convive con rezagos coloniales (o
antiguo-regimentales)? ¿Un obrero clasista, un “ciudadano pobre”, un “productor
consciente”, un “empresario popular”?82 ¿Qué nuevas formas de organización
económicas o relaciones de producción supone esto? ¿Cómo se dan las relaciones
de poder en este nuevo contexto?
Estas son preguntas importantes que nos deja Rochabrún. Nosotros
creemos que uno de los nuevos protagonistas de este capitalismo en el Perú es
el emprendedor”: el inmigrante o hijo de migrante que pasó de ser en el
imaginario social un “autoempleado informal” a ser un “empresario emergente”.
Este empresario ahora ocupa un lugar privilegiado; ahora hablamos de nuevos
ricos. Este hecho ha obligado a que las viejas élites asuman, aunque
seguramente no con poca incomodidad, el término de emprendedor. Una palabra que
supone el reconocimiento a la búsqueda de superación que por muchos años el
Estado peruano le negó. Este tema lo desarrollaremos con más detenimiento en el
segundo capítulo.
Hemos llegado al final del capítulo. Como mencionamos antes de
comenzar, este repaso histórico nos servirá a modo de estado de la cuestión
para poder situarnos bien en torno a esta problemática, considerando
específicamente al Perú. En el siguiente capítulo comenzaremos propiamente
nuestro informe señalando a qué nos referimos por racismo, y junto con ello ir
presentando (denunciando) los distintos espacios en los que se presenta. Como
hemos dicho el informe busca ante todo motivar a nuevas investigaciones en
racismo y demostrar que el racismo, sutilmente, nos aqueja a todos.
Segundo Capítulo.
El responsable invisible y el cuerpo visible: los círculos
viciosos de la
discriminación racial en la sociedad peruana.
¿Quién es racista? No es de sorprender que nos encontremos
frente a una pregunta difícil de escuchar pero fácil de responder. La respuesta
más fácil, como vimos en el capítulo anterior, irá por el lado de que ya no hay
racismo o que ya está en retirada debido a que se escucha algo de eso, pero no
con la fuerza que tenía antes; por otro lado, la respuesta más sincera pero al
mismo tiempo más difícil de asumir es que, de alguna u otra forma, todos somos
racistas en el Perú. Y el problema es que, al menos en lo que a racismo
respecta, la sinceridad duele. Duele porque la pregunta, sin que sea directa
(¿eres racista?) refiere directamente a cómo nos reconocemos a nosotros mismos
y cómo nos comportamos frente a ese reconocimiento. Verse a uno mismo como
cholo, negro, blanco, chino es difícil en cuanto representa, como hemos visto
en el primer capítulo, un conflicto intersubjetivo, es decir, tanto subjetivo
como social, y no supone tan solo una descripción que intenta ser objetiva
respecto al color de la piel. Por otro
lado es también un problema objetivo: relacionado íntimamente
con nuestras relaciones productivas que parecen alimentar inconscientemente un
racismo solapado. ¿Por qué asumir que somos racistas si no nos sentimos
racistas? La respuesta justamente va por el lado del conflicto intersubjetivo y
de las contradicciones propias de la objetividad social: es difícil
reconocernos a nosotros mismos como racistas debido a nuestras creencias
conscientes y nuestro sentido de moralidad (intersubjetivo), pero querámoslo o
no estamos envueltos en un ambiente social con estructuras que exceden a
nuestra propia voluntad (objetivo). Esto influye en que el racismo se termine
respirando por todos lados: en la publicidad, en las salidas con amigos, en el
cálido ambiente hogareño,
incluso en las decisiones relacionadas a políticas públicas. Así
pues, la sociedad peruana (que probablemente tenga un sentido de peruanidad muy
alimentada por los medios de comunicación y la conflictiva relación entre la
vida rural y citadina) se va construyendo con prácticas discriminadoras bajo
una fachada en donde prevalece el discurso democrático y la tolerancia liberal
(que pareciera favorecer un preocupante clima de neutralidad). Al final la sociedad
misma nos mueve inconscientemente, con sutileza, hacia una praxis racista:
evidente pero difícil de reconocer. La sociedad ha construido históricamente y
sigue construyendo una fachada de democracia liberal y tolerancia muy débil,
debilidad que se va haciendo evidente con estudios como el de Eduardo Torres;
además, como han sugerido los estudios culturales sobre racismo en el Perú,
esta fachada se está resquebrajando de a pocos, con la irrupción de personas
específicas o grupos sociales que, o ya están hartos del sutil, y a veces
explícito, juego de discriminación racial o que sencillamente nunca se
sintieron parte del juego racista y reclaman ser reconocidos en sus
diferencias, como es el caso de las comunidades
amazónicas83. Caso paradójico el de dichas comunidades, porque
en cuanto buscan reconocer sus derechos (amparados incluso en convenios
internacionales como el 169 de la OIT) entran, sin quererlo, al juego racista
siendo catalogados con el indiferenciado rótulo de “indios” y si se quiere
“salvajes”84. Este hartazgo frente al juego de discriminación, como vimos al
final del primer capítulo, también se traduce en nuevas maneras de organización
económica: el reconocimiento no solamente supone el derecho a ser “ciudadano”
formalmente, sino a aceptar las relaciones productivas que se establecen,
incluso al margen del Estado como ha sucedido con las grandes olas de
migrantes. Esto ha dado lugar a que las clases dominantes reconozcan dichas
relaciones productivas dejando de lado el rótulo de “informales” para pasar a
denominar a los migrantes o hijos de migrantes como “emprendedores”. Así pues,
no se trata tan solo de un eufemismo para “quedar bien” políticamente: se trata
de una realidad objetiva que no puede ser obviada. El caso de las comunidades
amazónicas no es ajeno a esto en cuanto sus luchas suponen el reconocimiento de
sus tierras dejando de lado la figura del propietario individual y apostando
más bien por un concepto prioritariamente comunitario. Y si bien hay un cambio
de las relaciones productivas, eso no implica necesariamente que hayan
desaparecido los mecanismos de discriminación racial; más bien, como afirmamos
líneas más arriba, las relaciones económicas van de la mano con
nuestras relaciones intersubjetivas y por lo tanto la
discriminación racial pervive en
dicho encuentro. El racismo, en cuanto conflicto vivencialmente
intersubjetivo y básicamente objetivo, es parte integrante de la construcción
tormentosa de nuestra identidad y de nuestro ser peruanos. Como peruanos no
podemos ser ajenos a este problema y culpar a otros. En ese sentido, y quizá
solo en ese caso con toda seguridad, podremos decir sin ambages que en este
país fragmentado todos somos racistas pero luchamos contra eso, como sugirió
alguna vez el psicoanalista Jorge Bruce en una entrevista85.
Asumiendo que esa lucha contra el racismo es continua e
incómodamente silenciosa, llevaremos a cabo en este segundo capítulo un trabajo
introspectivo. A partir de lo visto en el primera parte del segundo capítulo
buscaremos plantear lo que entendemos por racismo. Luego, los subcapítulos
restantes nos servirán para ver en qué rincones de nuestra sociedad aparece ese
racismo del que hemos venido hablando.
2.1 El sujeto racista: el racismo como ideología y
comportamiento
El grupo de investigación ha llegado a una conclusión posible en
lo que refiere
específicamente al problema del racismo en el Perú considerando
los estudios revisados: Nosotros creemos que el racismo es una ideología activa
que funciona prioritariamente dentro de un imaginario social inconsciente, pero
expresándose necesariamente en una praxis discriminadora que daña a una
persona singular o a un sujeto social (grupo, comunidad) tomando en
consideración rasgos físicos y culturales. En ese sentido, el racismo pervive
en la articulación misma de las relaciones sociales y, consecuentemente, de sus
relaciones de poder86. Esta articulación que construimos real y concretamente
en “el mundo de la vida”87 puede estar contrapuesta a discursos ideológicos en
los que creemos y con los que nos identificamos pero que no suponen reglas de
juego claramente aceptadas, institucionalizadas.88
Creemos también, y de manera complementaria que el racismo, en
cuanto supone una ideología, tiene un carácter sistemático que actúa a lo largo
de la historia generando consecuencias tangibles, evidentes en el
funcionamiento de la sociedad pero difíciles de reconocer en uno mismo. La
relación está, pero, como hemos visto, no es evidente. Según nuestra primera
definición el racismo es un mal social actual en cuanto representa una forma
específica de ver a la sociedad y de actuar en ella estableciendo una praxis
discriminadora, como mencionamos antes, lo que supone una relación comunicativa
distorsionada. Con “relación comunicativa distorsionada” entendemos la capacidad
de dejar claras las distinciones jerárquicas a otro, evitando los encuentros
por medio de expresiones comunicativas que suponen creencias reduccionistas. Se
rompe de plano la posibilidad de cualquier encuentro intersubjetivo (el
fundamento epistemológico todavía vigente de la comunicación), piedra angular
de lo que se entiende propiamente por comunicación. Retomaremos el punto de la
comunicación
más adelante. En el subcapítulo 1.5 terminamos hablando del
término “ideología” y ciertamente no está al margen de lo dicho en el
subcapítulo 1.6. Y ahora lo utilizamos para esbozar lo que entendemos por
racismo. Por ello, le dedicaremos un espacio a clarificar dicha noción en el
contexto actual de la postmodernidad, para poder situar adecuadamente el problema
del racismo y considerar en qué sentido nos afecta.
En estos tiempos suena casi anacrónico hablar de ideología. Sin
embargo, creemos importante resignificar dicha noción para poder aclarar la
afirmación que planteamos entorno al racismo. Así pues, no podemos quedarnos en
la perspectiva de que la ideología supone tan solo un discurso sociopolítico
articulador de tendencias hegemónicas: pensar que la ideología se ve reflejada
en proyectos como el comunismo, el fascismo o, en estos últimos años, el
capitalismo neoliberal para poner los ejemplos más evidentes. Muchos o han
renunciado a dichos proyectos o sencillamente se han acomodado a los nuevos
tiempos. Como señala Slavoj Žižek, para un buen número de personas, renunciar a
la noción de ideología ha supuesto acomodarse lo mejor posible en el sistema
capitalista para evitar la participación en la conflictiva vida social y evitar
a su vez el compromiso con cualquier propuesta con alcances políticos
mínimamente delimitados.89 Ciertamente es complicado encontrar un discurso
ideológico que pueda
representarnos en estos tiempos inciertos; sin embargo, incluso
el quedarse en una posición “neutral” y contemplativa también supone una
postura ideológica, si bien no discursiva, existente: las acciones que
externalizamos socialmente suponen búsquedas legítimas, necesidades reales,
conflictos y tensiones latentes que están en toda pretensión ideológica,
incluso en búsquedas tan totalitarias como el nazismo.90 Así pues, aquellas
acciones que nosotros creemos contingentes pueden estar escondiendo detrás una
praxis que, por muy silenciosa que sea, puede suponer complicidad frente a
hechos atroces o generar por sí mismas consecuencias realmente inesperadas. La
paradoja, en palabras de Žižek, es que “el apartamiento de (lo que
experimentamos como) la ideología es la forma precisa en que nos volvemos sus
esclavos.”91 Éste es el caso del racismo en el Perú. Nos decimos a nosotros
mismos que el discurso ideológico del racismo ya no existe como tal; sin
embargo, permanecemos esclavos a una ideología racista: más allá del discurso
formal éste se refleja en nuestra praxis social, en las
“reales relaciones de poder”92 que se dan tanto a niveles
intersubjetivos como dentro de la misma estructura social objetiva, siguiendo,
como veremos más adelante una nueva lectura de Marx.
Hemos ido perdiendo, quizá ya de forma definitiva con la
postmodernidad, el racismo como discurso ideológico, tal como se perdió el
marxismo ortodoxo; pero en cambio hemos permanecido atados a una tolerancia
liberal, formal. Es decir, cada vez más somos incapaces de lidiar en la
práctica con lo que cada vez más sentimos son “excepciones” del sistema en el
que estamos envueltos: los pobres, los gays y, sin lugar a dudas, lo
“cholo”, lo “indio” o lo “negroide” en el sentido más despreciativo posible del
término. En ese sentido, incluso los grupos más progresistas, que buscan la
reivindicación de estos grupos son susceptibles de caer en el contentamiento
fácil que supone la idea de inclusión. Debería quedar claro, y ésta es una
conclusión importante, que los espacios “ganados” por las minorías dentro de la
sociedad en la que vivimos no significan la conquista de un reconocimiento
real. La redistribución económica expresada en nuevas formas de relaciones
productivas93 e incluso la obtención de derechos no garantizan un
reconocimiento efectivo.94 No se pueden romper las sutiles relaciones de poder,
es decir, las ideologías reales con discursos ideológicos: ni con los derechos
humanos, ni con el libre funcionamiento del capitalismo y el libre mercado, por
más consagrados que estén. ¿Entonces por dónde abordar el problema del racismo?
Más allá del discurso, habría que analizar el comportamiento comunicativo:
descubrir los escondrijos (sería mucho decir espacios) en los que la ideología
racista no sólo se expresa sino que, más bien sale fortalecida. Esos
escondrijos los veremos propiamente en los siguientes subcapítulos.
Sin embargo, tendremos que plantear primero un tema que se da
por supuesto: la
distinción entre comportamiento e ideología. Expliquemos
brevemente lo que se entiende como comportamiento e ideología. Según Todorov
hay, por un lado, un comportamiento racista que “está constituido por odio y
menosprecio con respecto a otras personas que poseen características físicas
bien definidas y distintas a las nuestras”. Mientras que por otro lado, existe
una ideología que implica “una doctrina concerniente a la raza humana”.95 Una
ideología que, además, no necesariamente demuestra menosprecio hacia otras
razas. En ese sentido, hay una diferencia entre un racista, es decir, quien
tiene un comportamiento discriminador; y entre un racialista, esto es, un
ideólogo de las razas. Para Todorov el hecho de que el “racismo” se apoye en el
“racialismo” puede conducirnos a resultados tan catastróficos como el nazismo.
Es más, para este pensador franco-búlgaro, ésta resulta ser una secuencia que
es prácticamente difícil de romper: partimos del racialismo, del estudio
“objetivo” de la raza, cargando sutilmente actitudes racistas, para desembocar
finalmente en un proyecto político, es decir, a una praxis social
“institucionalizada” que termina por consagrar la unión de racialismo con
racismo. Por lo tanto, nos debería quedar claro que comportamiento e ideología
unidos con fines homogeneizadores
garantiza un sistema de muerte y destrucción. La ideología sobre
la raza, o racialismo, implica básicamente tener a la raza como objeto de
estudio. Pero la ideología desde este punto de vista, sin embargo, no solamente
se ha quedado estableciendo “clasificaciones”: ella va de la mano con el
reconocimiento de una praxis determinada dentro de un contexto social
específico. El mismo Todorov señala que nuestras nociones “formales” sobre la
raza han ido cambiando a lo largo de la historia: hemos pasado de los estudios
“teóricos” sobre una raza “pura” en el siglo XIX y el fracaso “pragmático” de
dicha postura en el siglo XX con la aparición de los derechos humanos96, a
terminar planteando actualmente los
estudios sobre la correspondencia y la estrecha relación que
existe entre los rasgos físicos y los cambios culturales, entre la raza y la
cultura. Pasamos, pues, de una teoría que privilegiaba la clasificación a una
que sugiere más bien una descripción desprejuiciada, neutral. Este estudio
sobre la raza es el que, hasta la fecha, se mantiene vigente. Ya no hay una
percepción explícitamente jerárquica de las razas, sino más bien una percepción
de horizontalidad; y, sin embargo, a pesar de dicha neutralidad formal,
“pragmáticamente” -esto es, en la praxis cotidiana- pareciera que ese discurso
“racialista” actual, de respeto a todas las razas, no se acomodara en lo más
mínimo con nuestro comportamiento racista. Ya no hay una ideología
racista, en términos de Todorov, pero persiste el comportamiento. Lo que
queremos decir es que dicha horizontalidad “teórica” no se corresponde con un
comportamiento realmente horizontal o abierto. Vemos más bien que los
comportamientos y actitudes generan escisiones traumáticas a nivel personal:
impregna muy dentro de nosotros un temor que será el alimento de prejuicios
posteriores. Si consideramos la suma de este tipo de situaciones
veremos que el tejido social de nuestro país pareciera debilitarse
día tras día,
fragmentándose, y fomentando con ello tanto el remordimiento
como el resentimiento en distintos contextos y situaciones.97
Nosotros queremos entender el racismo considerando dos
perspectivas que asumimos como fundamentales y correlativas: la ideología y el
comportamiento. Es importante aclarar que en cuanto la ideología supone una
creencia, consciente o inconsciente, y una praxis (acciones concretas), el
comportamiento es tanto el vehículo de dicha praxis como la justificación. Así
pues la ideología racista (creencia y praxis) se sostiene en actitudes y
comportamientos.
Lo primero es que el racismo pareciera implicar la construcción
de pequeñas ideologías, fragmentadas. Tan fragmentadas que parecen actitudes
aisladas. De hecho no existen ideologías fragmentadas, pero creemos en ciertos
comportamientos específicos en ciertas ocasiones y actuamos según dicha
creencia de manera espontánea. En ese sentido, Jorge Bruce señala que el
racismo funciona como una “justificación ideológica”: uno se independiza
rápidamente de la práctica discriminatoria para luego seguir viviendo
tranquilamente la vida del día a día.98 Se podría pensar que estas
justificaciones racistas están subordinadas a una ideología mayor; sin embargo
nosotros,
creemos que la ideología misma supone mecanismos de
justificación, por más ridícula que ésta sea. La justificación ideológica es,
evidentemente, consustancial a la ideología.
Si la ideología se estructura por medio de relaciones
comunicativas,99 entonces el
racismo es una relación comunicativa100 que delimita claramente
-e inmediatamente una ideología a favor de la afirmación radical de unos y el
menosprecio, correlativo, de otros. El racismo como ideología expresa una forma
de discriminación junto a un contenido discriminador al mismo tiempo. Cuando
esto se da, inmediatamente se establece y fortalece una ideología basada en una
jerarquía, que como señalamos supone afirmación radical y menosprecio. No
debemos olvidar que esta ideología supone, a su vez, formas específicas de
relacionarnos económicamente: se esconde y fortalece tras estas relaciones, y
como veremos a continuación se expresa sutilmente por medio de nuestras
relaciones comunicativas.
No podemos hablar de una ideología explícita y reconocida,
porque sino sería parte de un discurso ideológico, como vimos anteriormente. El
racismo como discurso ideológico jamás podrá ser aceptado y articulado
unitariamente dentro de un mundo que ya ha aceptado en su seno los Derechos
Humanos. Así pues, la ideología racista se expresará dentro de relaciones
comunicativas de forma sutil a través de comportamientos que servirán como
justificaciones de un ordenamiento social preestablecido (para Aníbal Quijano
será un orden post-colonial, para Eduardo Torres será un orden antiguo-regimental)
usando como fachada los discursos ideológicos actuales, muchos de ellos
desfasados. Si eso no sucediera otro Auschwitz sería posible. Por lo tanto, las
relaciones racistas suponen una comunicación sistemática no oficial, que está
más allá del “discurso” formal, en términos habermasianos y que suponen más
bien los pequeños “quiebres” o grietas del “buen gusto” o de lo “políticamente
correcto”: el chiste, el paradigma del “público objetivo”, el paternalismo,
etc. Pequeños detalles que suponen la construcción de una ideología:
ideología, en cuanto hay una dinámica comunicativa, distorsionada, que genera
consecuencias concretas.101 Pero una ideología “solapada” o “caleteada”, que
está más cercana al gesto que a la palabra, a la forma de mirar y no tanto a lo
que se observa. Ideología y comportamiento están unidos como dos caras de la
misma moneda.
Ahora que queda más claro el carácter ideológico y relacionado
al comportamiento del racismo, es necesario responder dos preguntas muy
relacionadas entre sí: primero, ¿qué entendemos por sujeto racista? Y segundo,
¿quién es propiamente este sujeto racista? Lo primero que debemos pensar es en
un sujeto racista que no responda, en un primer momento, a viejos y nuevos
estereotipos del racista contemporáneo en el Perú. Más adelante abordaremos
propiamente la figura del “pituco” y del “nuevo rico” estableciendo con datos
objetivos la relación socioeconómica entre estos grupos al que le podamos
atribuir ciertos patrones de discriminación. Ahora, más bien, creemos que la
abstracción debe ser mayor. Más allá de figuras, la pregunta por el sujeto
supone una pregunta por un perfil que le sea común tanto a los “pitucos”,
“nuevos ricos”, o ciudadanos comunes y corrientes que no se sienten ni en una u
otra categoría. En tal sentido el sujeto racista supone preguntarnos claramente
por el perfil del racista en el Perú. Ciertamente, ya tenemos una idea de cómo
el racismo supone tanto ideología
como comportamiento, y que esos dos aspectos están en juego para
el sujeto racista al momento de discriminar; sin embargo, es necesario ver qué
aspectos dentro de nuestra ideología nos distinguen al momento de discriminar,
qué tipo de acciones u omisiones construyen en nosotros un perfil racista. En
nuestra investigación, tratando de delinear este perfil, hemos encontrado tres
aspectos centrales que creemos son comunes a un gran número de personas en el
Perú, sobre todo en las grandes ciudades. Estos aspectos, son los que
desarrollaremos en los capítulos subsiguientes: el primer problema es el paso
del insulto a la comunicación racista, esto es, pasar del racismo en contextos
de violencia a un racismo más sutil, que se da en contextos de tranquilidad.
Hemos visto que este problema es fomentado prioritariamente por los medios de
comunicación, y de
manera correlativa se da en nuestros propios hábitos
comunicativos: ya sea con amigos, en la familia o en el trabajo. El segundo
problema es el paternalismo: asumir de manera implícita o explícita la “minoría
de edad” de ciertas personas, creer que uno sabe mejor qué es lo que alguien
necesita sin necesidad de consultar previamente. Este problema lo podemos
ubicar con mayor claridad en el ámbito de las políticas públicas, así como en
ciertas relaciones de trabajo, sobre todo con subempleados o personas con
trabajos considerados “menores”. Finalmente, el tercer punto, es el
autoritarismo como una forma de establecer nuevos vínculos de dominación, que,
a diferencia del paternalismo, se expresa en la praxis de manera más
coercitiva, violenta. El problema del autoritarismo se expresa, con mayor
claridad, en un espacio de competencia económica, en la búsqueda por conseguir
o mantener cierto estatus social y, por lo tanto, de
distinguirse frente a otros que quedan rezagados. Dentro del
autoritarismo una forma de distinción supone el blanqueo de unos así como el
choleo de otros.
La pregunta que sale a relucir antes de poder pasar a los
subcapítulos restantes es la siguiente: ¿qué relación hay entre ver el racismo
como ideología y comportamiento con estos tres puntos? La relación no es del
todo evidente y merece ser explicada.
Lo primero que debemos mencionar es que estos tres aspectos no
suponen estadios distanciados. No pretendemos mostrar tres perfiles
diferenciados al momento de discriminar. Es decir, dicha separación en tres
aspectos no implica que uno pueda reconocerse como un racista “paternalista”
sin identificarse necesariamente como un racista “autoritario”, o que uno se
vea a sí mismo como cómplice con una comunicación racista sin que se sienta
responsable de ser un “racista paternalista” en cuanto nunca ha tomado acciones
concretas a favor de nadie. No se trata de eso, sencillamente porque estos tres
estadios no apuntan a la construcción de nuevos estereotipos para situar la
discriminación, facilitando el que uno pueda identificarse con uno de ellos (y
por lo tanto justificarse); sino que más bien suponen un perfil abstracto con
posibilidades abiertas de concreción. Ciertamente hay personas concretas en
cada aspecto o forma de discriminación, pero cada aspecto no supone un
prototipo de persona concreta. Por
ejemplo, el nuevo rico no es necesariamente el que asume
prioritariamente o
tendenciosamente una actitud paternalista. Creemos que estos
tres aspectos son
posibilidades abiertas a un buen número de personas en el Perú
sin necesidad de una previa clasificación por nivel socioeconómico o estrato
social; y que más bien cada uno de nosotros tiene, en distintos momentos y
contextos, la posibilidad de ser racista “performativamente” en cada uno de
estos tres aspectos sin caer necesariamente en la cuenta de ello. Este carácter
performativo se debe justamente al carácter tanto ideológico y de
comportamiento que tiene el racismo en el Perú, que hace del racismo una forma
de discriminación mucho más sutil y que evita, en la medida de lo posible, el
carácter explícito (y políticamente incorrecto) del racismo propiamente
discursivo. Esta realidad performativa sin embargo no quita el hecho de que
haya estructuras objetivas (como las relaciones de producción y luchas de
clase) que posibilitan y agilizan la discriminación. Pero debemos también
remarcar que estas estructuras no presuponen estereotipos delimitados, sino que
son correlativas al carácter performativo del racista.
Las estructuras objetivas (económicas) van de la mano con la
construcción siempre cambiante de este perfil racista (abstracto) que se
expresa concretamente en el mundo.
En ese sentido, detrás de las muchas subjetividades
(posibilidades abiertas de acción) hay tendencias marcadas que delimitan una
forma de estar en el mundo (ideología y comportamiento) que se dan
performativamente y que al mismo tiempo afirman viejas estructuras objetivas en
el plano económico, así como propician nuevas formas de relación de producción
y de luchas de clase.
Como ya hemos mencionado, en los siguientes subcapítulos
veremos, a partir de nuestra investigación, los distintos aspectos en los que
se manifiesta esta ideología y comportamiento racista. A continuación veremos
cómo se diferencian el insulto de la comunicación racista: trataremos de
dibujar el espacio en donde se propicia este tipo de relación comunicativa, así
como los lugares en los que el insulto pareciera ser la última alternativa.
2.2 Del insulto a la comunicación racista: del juicio moral a la
responsabilidad ética
Una pregunta que salió en durante la investigación giraba
entorno a cómo la cultura, muchas veces entendida como expresión folclórica,
termina mostrándose en su real dimensión a través de nuestro comportamiento. La
pregunta de fondo era ¿qué tipo de cultura estamos cultivando en nuestra
sociedad? ¿Qué valores, creencias y costumbres construimos e interiorizamos con
naturalidad? Surgió con ello dos cuestionamientos importantes en lo que supone
la construcción de una cultura, como expresión social propia y diferenciada de
otras. Primero: a nivel interno se pueden construir paradigmas estáticos de
comportamiento. Es decir, asumir con naturalidad y sin espíritu crítico nuestra
forma de relacionarnos entre nosotros. Segundo: a nivel externo podemos cultivar
una actitud etnocéntrica cada vez más intolerante frente a otras expresiones
culturales. Estas dos formas de relacionarnos con otros están ligadas la una
con la otra, en la medida en que la suma de ciertos paradigmas estáticos de
comportamiento incuestionados, puede desembocar en una intolerancia explícita
frente a otras culturas.
Esto lo veremos a continuación, pero comenzaremos explicando la
construcción de paradigmas estáticos.
La construcción de paradigmas estáticos de comportamiento podría
reflejarse en la forma de saludar a otros. Imaginemos el encuentro de dos
personas que se conocieron virtualmente en un chat. Se trata de un brasilero y
un estadounidense. Sucede que al estadounidense se le da por ir a Brasil de
vacaciones, y de paso va a conocer a su amigo, hasta ese entonces, virtual.
Podría suceder que en el primer encuentro, en el primer saludo las reacciones
de ambos sean muy distintas debido a comportamientos estandarizados. El
brasilero podría recibirlo efusivamente, con un fuerte abrazo y una palmada en
el hombro; mientras que el estadounidense quizá pensaba tan solo en
estrechar la mano y mirarlo directo a los ojos para empezar recién a conversar.
Evidentemente esta escena no supone un problema serio, aunque
afirma diferencias conductuales obvias, diferencias construidas culturalmente.
Pero la construcción de paradigmas estáticos de comportamiento también puede
generar escenas más complicadas y dolorosas. Ese es el caso específico del
racismo. No es tan difícil ir en la búsqueda de ejemplos en este caso.
Podríamos imaginar lo complicado que le resulta a un joven “blanco” saludar a
una empleada cuando llega a la casa de un amigo, sin saber cuál es el “nivel”
de cercanía como para saber si saludarla con un beso o con un simple gesto o
ignorarla, si es que ni siquiera se plantea el problema. Por otra parte,
podríamos imaginar lo complicado que puede ser para un joven “cobrizo” y
migrante o hijo de migrante “serrano” tener que enfrentarse al encuentro
vertical con un posible empleador y pasar a ser, con no mucha dificultad, “el
cholo de alguien”. Pensemos específicamente
en un joven varón. El “guachimán”, el jardinero, el obrero de
construcción, el conserje, el que limpia carros, etc. Muchos de estos oficios
reflejan una posible relación jerárquica en donde se propicia la posibilidad de
establecer un trato racista, y en donde se propicia, por lo menos con cierta
evidencia, un trato “diferenciado” debido a su condición de cuasi-ciudadano, de
estar “al margen de la ley”. Ciertamente el insulto directo podría llegar a ser
un paradigma no cuestionado de comportamiento en ciertos contextos; sin
embargo, lo más frecuente es que el insultar explícitamente a alguien no suceda
sino hasta llegar a situaciones límites, en los que uno asume que la tolerancia
ya no tiene sentido. No es “normal”, en cuanto reacción habitual, que una
persona piense que pueda decirle con naturalidad y desprecio a alguien “cholo,
negro o blanco de mierda” en un contexto no agresivo. Lo que sí resulta un
paradigma incuestionable de comportamiento es la forma sutil en la que nos
comunicamos entre nosotros, insultando y menospreciando indirectamente en el
ámbito puramente “coloquial” a través de la broma, el sarcasmo, el silencio, el
gesto. O como hemos visto, a través del “trato diferenciado” con trabajadores,
en la mayoría de casos
subempleados. Para profundizar en esto pueden servir los textos
de Bruce y Silva
Santisteban revisados en el primer capítulo. Así pues, la
vivencia de nuestra cultura, a diferencia de nuestro discurso cultural más
formal, folclórico e integrador, supone estos juegos de poder en los que
buscamos delimitar nuestros espacios más íntimos, justamente coloquiales o
informales, a través de una praxis explícitamente discriminatoria.
Mencionaremos un ejemplo utilizado por Bruce en su libro Nos habíamos choleado
tanto en el que queda explícito cómo en un
espacio coloquial se puede marginar a alguien con el silencio:
“En una gran empresa de telefonía, la encargada de personal me contó que
estaban buscando a una persona idónea para un puesto determinado, a la que
querían encontrar en el interior de la organización, no fuera de esta. Con la
finalidad de obtener información personal relevante acerca del estilo de
trabajo de los eventuales candidatos, decidió recurrir a una fuente
insospechada que resultó ser muy útil. Don Panchito –llamémosle así- es el
encargado de la limpieza en ese piso. Consultado sobre la manera de trabajar de
los preseleccionados (qué hacen con su tiempo en la empresa, cómo se comportan
con los demás, si son chismosos,
bromistas, intrigantes, etcétera), Panchito proporcionó insights
invalorables. Esto se debe a que los empleados actuaban en su presencia como si
él no estuviera ahí. Era como un mueble, un elemento insignificante, habitual.
Al no sentirse afectados en ningún sentido por Don Panchito, hablaban con total
libertad.” (Bruce 2008: 61).
La cultura, en cuanto a vivencia y no discurso, se va
construyendo en los espacios del “mundo de la vida”, en los hábitos
pre-reflexivos e incuestionados, en el
establecimiento de tradiciones, a través de estos paradigmas
estáticos de
comportamiento, que permiten la consolidación de una ideología
racista, tal y como lo vimos anteriormente. En ese sentido, el problema del
racismo no es tan solamente parte de “comportamientos aislados” que se
resuelven en el ámbito de la conciencia individual, en el terreno de la
moralidad kantiana, en al auto-convencimiento racional de no actuar como
racista. El racismo en cuanto es una ideología presupone más bien una
responsabilidad ética de la que no podemos escapar. Esta distinción quedará más
clara cuando expliquemos el siguiente punto: el paso del comportamiento racista
“asolapado” de las vivencias íntimas o coloquiales, a la intolerancia explícita
frente a la vivencia de otras culturas, menospreciadas. Recordemos a Marisol de
la Cadena que ha reconocido en las clases acomodadas del Cusco una suerte de
racismo cultural, en el que se
diferencia explícitamente lo “indio” (una forma de vida propia
de los que habitan en el campo) y lo “indígena” (una expresión estilizada o
folclórica de lo propio congruente con una vivencia occidentalizada, educada).
En las siguientes líneas, veremos cómo se da este salto en un contexto como el
limeño, que supone más bien proteger la “blancura” conseguida a través de la
discriminación y la “reificación” de las vivencias culturales, es decir, la
“folclorización” o mercantilización de formas de vida diferentes que son
percibidas como una amenaza. Ya no se trata tan solamente de un menosprecio
sutil, sino de un menosprecio que pasa a ser explícito. ¿Cómo pasamos de esta
vivencia cultural “asolapada” por comportamientos paradigmáticos incuestionados
a una intolerancia casi explícita frente a otras expresiones o vivencias
culturales? La respuesta, al menos en un contexto como el limeño, supone
básicamente la “institucionalización” del lenguaje coloquial, íntimo, a costa
del formal, como vemos con mayor claridad en el mundo político y periodístico.
De esta manera, uno puede seguir siendo sinceramente racista sin
sentir que es parte de un “discurso ideológico” racista: esto ocurre,
sencillamente, porque se aboga por un sentido común, ya cultivado previamente
en la sociedad, en el que los “excesos” son perdonados en cuanto supondrían más
“indignación” que una “propuesta programática de exterminio”.102 Hay con ello
una suerte de “sinceramiento” frente a una forma jerárquica de ver al otro que
en el fondo creemos, confirmándolo con nuestras acciones, con nuestras propias
palabras. No hay “racistas”, pero sí “indignados”. Gente que parece ver su
territorio disminuido, que ve en el otro a la barbarie frente a los unos, y
bastante pocos, civilizados. Podemos traer a colación el caso del político
Antero Flores Aráoz. Aquí hay una clara muestra de cómo hay un salto muy pequeño
entre pasar del racismo íntimo, coloquial y celebratorio a una discriminación
explícita, a un intolerancia concreta frente al otro y su forma de vivir.
Debido al carácter ilustrativo de este hecho citaremos todo el diálogo que
sostuvo el mencionado político y el periodista
Ramiro Escobar.
“El jueves 1ro. de junio del 2006, apenas tres días antes de
nuestra
turbulenta segunda vuelta, el congresista Antero Flores Araoz me
recibió
en su oficina del Congreso de la República, llena de cuadros de
caricaturas de él mismo, para contestar algunas preguntas acerca
del
TLC. Uno de los temas era la iniciativa planteada por un grupo
de
ciudadanos para que el Congreso convoque a referéndum sobre el
TLC.
Mientras Omar Rubina preparaba la cámara, se produjo entre él y
yo el
siguiente diálogo: - ¿Y usted cree, congresista, que debe
aprobarse el referéndum sobre el TLC? - Noooo, ¿le vas a preguntar a las llamas
y vicuñas sobre el TLC?
- ¿Cómo?? ¿¿A quién se refiere con “llamas” y “vicuñas”?? Eso es
insultante. - Te parecerá insultante, pues, pero…
- ¿¿Cómo se puede referir como “llamas y vicuñas” a la gente??
Es
insultante.- Bueno, es tu opinión, si no te gusta, me voy. Esa
es mi opinión. Un
tema técnico no les puedes preguntar. Es una barbaridad. No le
puedes
preguntar a toda la ciudadanía. Al que no sabe leer y escribir,
no le vas a
preguntar eso…
- No los puede llamar “llamas y vicuñas”, señor.
- No lo estoy haciendo en el micro.
- No, pero igual es insultante. Me está agrediendo a mí y a
numerosos
compatriotas.”103
Lo primero que podemos resaltar, aparte del insulto, es que el
señor Flores Aráoz se justifica diciendo que se trata de una opinión, y
podríamos añadir, personal. Si el periodista no piensa como él no es
importante, porque uno tendrá su opinión y el otro la suya. Además, justifica
que no está haciendo de su “opinión” algo insultante porque no lo está haciendo
en público. En resumidas cuentas, ha hecho una diferencia clara entre lo que es
un discurso coloquial, que normalmente se da “entre iguales”, y un discurso
formal. Con el discurso coloquial saca a relucir la jerarquía aplastante del
individuo ilustrado y pensante frente a la masa iletrada, caricaturizada como
“llamas y vicuñas”. Con el discurso formal sugiere que el TLC es un tema
técnico, y necesita ser revisado por gente especializada. El problema no está
tanto en el argumento central, que se muestra claramente con el discurso
formal. El problema está en las consecuencias éticas no explícitas detrás de la
formalidad, pero que salieron a la luz gracias a “la soltura de huesos del
político”. Si no hubiera soltado el comentario racista, nos habríamos quedado
con un discurso “neutro” y objetivo. Pero, como hemos visto, no existe tal
“objetividad”. Detrás del criterio objetivo, digamos mejor del contenido objetivo,
hay una forma de ver al otro que, por más escondida que esté, no deja de
generar consecuencias dramáticas y dolorosas. En este caso esas consecuencias
suponen no tanto reconocer el carácter poco especializado de la mayoría de
peruanos (que podría
deducirse del discurso formal), sino más bien el hecho de
afirmar entre líneas que en cuanto animales, están privados de toda posibilidad
de entendimiento y que, bajo ninguna circunstancia, podrían estar a la altura
de una persona civilizada. O al menos, quizá, hasta que se inserten a un
proceso agresivo de culturización occidental. Éste político se viste con los
ropajes ideológicos eurocéntricos para seguir manteniendo una posición de
privilegio en el contexto de los constantes juegos de poder que reflejan un ordenamiento
social ya dado al que sencillamente no quiere renunciar. Esto es pues, lo que
se esconde detrás de la ideología racista en el Perú: una dinámica comunicativa
distorsionada en cuanto poco honesta respecto a nuestros anhelos y temores más
profundos. Se trata de una relación comunicativa claramente instrumental,
esclavizada por paradigmas conductuales incuestionados que, siguiendo la
argumentación de Eduardo Torres, parecen haber permanecido intactos desde la
época antiguo-regimental.
Últimamente se ha generado un conflicto entre la lucha contra
las prácticas y discursos racistas por un lado; y, por el otro la búsqueda de
honestidad respecto al reconocerse uno mismo como racista, aunque sea
implícitamente. De ahí resultaría no tan difícil entender por qué hay un buen
número de personas que toman como un acto de sinceridad los artículos
eminentemente racistas en el diario Correo escritos por Aldo Mariátegui, y peor
aún, por Andrés Bedoya Ugarteche. Si caemos en la cuenta, ellos nos hablan como
si un amigo nuestro nos contara la noticia en la intimidad de una conversación
casera, con desparpajo y evitando lo políticamente correcto, tal como lo hizo
Flores-Aráoz con el periodista Ramiro Escobar. A continuación presentamos una
parte del artículo escrito por Bedoya Ugarteche en el diario Correo el 13 de
junio del 2009 a raíz de la crisis acaecida en Bagua. Dicho artículo fue
catalogado por la ONG Survival como el artículo más racista del mundo: “… Si
bien es cierto que todo lo que ocurre en esta desgraciada tierra es luctuoso (y
no estoy hablando de fútbol, ¿ah?), hay hechos más fúnebres que otros. El
último ha sido la matanza en la Selva, gracias a que
chunchos de la edad preagrícola, ignorantes, primitivos y
feroces, fueron
azuzados por comunistas y sinvergüenzas que desean convertirlos
en los
"tontos estúpidos" que los elevarán a las alturas de
un gobierno dictatorial, asesino y carnicero.
Para comenzar, no se atrevan a llamarme racista. Para racistas,
los chunchos. Escuché las declaraciones de uno de ellos, masticando apenas el
castellano, diciendo que habían muerto "cinco soldados, cuatro nativos y
un mestizo" ¡Es decir! Ni los criadores de perros se atreverían a tanto…
Otro de estos paleolíticos mencionó la muerte de "tres
nativos, cuatro soldados y un civil". ¿No es delicioso? Tal como lo
sospechaba, ahora resulta que los chunchos (¡perdón! nativos) no son
"civiles". Si alguien pretende enjuiciarme por mi supuesto
"racismo", les advierto que ya lo intentaron los juliaqueños y se
fueron de culo en la Fiscalía. En todo caso, también tendrían que enjuiciar a
la Enciclopedia Universal Ilustrada, más conocida como Espasa, en cuyo tomo 17,
página 702, dice a la letra: CHUNCHO, CHA. Adj. Indio salvaje que habita en los
bosques del Amazonas. U.t.c.s…
Además, estos chunchos -a los que he visto luciendo camisitas
Lacoste y
politos bien fichos, así como zapatillas Adidas- se niegan a que
se explote el petróleo -que es propiedad de todos los peruanos- que ellos
alegan se halla en "su" territorio. ¡Vaya concha! Tampoco atracan con
la explotación maderera racional y por la misma razón. Y para remate, no
quieren pagar impuestos. ¡Perfecto! ¿Cómo creen, infelices asesinos de
policías, que funcionan las fábricas cuyos productos ustedes llevan encima?
¿Con agüita? ¿Cómo creen que se fabrican las medicinas y hospitales que ustedes
reclaman gratuitamente? En lo que a mí concierne... ¡váyanse a la mismísima,
taparrabos y todo!
…Apenas chancan el castellano, sus lenguas nativas no pasan de
ochenta
vocablos ¿y ya mastican el concepto de "cosmovisión"
que todos los
demás peruanos debemos respetar? ¿Y me vienen con que no hay
"progresistas" y humalientos detrás de todo esto?
Estoy organizando una protesta seguida de una matanza de
policías en
Arequipa. Por si no lo saben, según la "cosmovisión"
de nosotros los arequipeños, se debe capar a todos los moqueguanos y tumbesinos
que habiten en "nuestro" territorio, el "gobierno de turno"
debe respetar nuestra cosmologobiología.
También he escuchado a dirigentes -los más tranquilos- que
"exigen" dialogar. ¡Por qué, carajo! ¿Por qué se debe
"consultar" con esas etnias que ya eligieron en las últimas
elecciones generales a las autoridades que ahora dictan las leyes? ¿Los
"Malditos del Cono Norte" también exigirán diálogo para derogar el
Código Penal? Y no menciono a las tres "personas nativas con rasgos
étnicos definidos"
(definición oficial de "indio", ojo, para evitar
"racismos"), a las tres vedettes de la cloaca parlamentaria que ahora
están haciendo un carnaval puneño en pleno hemiciclo. Me refiero a las
congresistas que creo se apellidan Supaypahuahua, Cachachanca y Hatunracca. Les
ruego me disculpen, pero tengo poca capacidad retentiva de nombres y no hablo
una sola sílaba de quechua o aymara (O huitoto, o mayoruna, o jíbaro o
aguaruna, para el caso)…
Y para remate, con la ayuda de las Huarilloccllas y las
Choquecallatas del Parlamento, las que deben ser engrilletadas y arrojadas a la
mazmorra más fría y húmeda de Lurigancho.
Y para desgracia nuestra, todo esto tiene para largo... para muy
largo. No sé qué espera Alan que no prepara a su FAP con todo el napalm
necesario…”104
¿Acaso no es tan indignante leer a Bedoya Ugarteche pidiendo el
uso de napalm contra los indígenas amazónicos como escuchar a un amigo decir lo
fácil que le es “tirarse” a una chola parecida a su empleada? Si entendemos el
sentido de lo que venimos diciendo no estaría demás el argumento que estos
periodistas esbozan siempre en contra de “la izquierda” en el Perú: la
hipocresía. Querámoslo o no el texto de Bedoya Ugarteche más que una expresión
irracional, es la contraparte de un discurso que los peruanos hemos querido
esconder como el polvo bajo la alfombra. El discurso ideológico de la izquierda
será, como cualquier otro discurso, impotente frente a relaciones de poder que
se reflejan en nuestras prácticas y discursos cotidianos, por más válido que
sea dicho discurso.
Quizá estos ejemplos, el de Flores Aráoz y Bedoya Ugarteche
puedan resultar
excesivos, o ser considerados excepcionales en cuanto al nivel
de agresividad. Pero no hay que olvidar tampoco la tolerancia de algunos y la
aceptación tácita o explícita de otros105. Cabe resaltar que la lógica detrás
la podemos ver también y con mayor sutileza en los medios de comunicación,
especialmente en la televisión. Un ejemplo igual de agresivo que los anteriores
pero al parecer más aceptado por los peruanos es el de la publicidad
“aspiracional” que acertadamente denunció Jorge Bruce en su ya citado libro Nos
habíamos choleado tanto.106 Este tipo de publicidad remarca rasgos de “belleza”
marcadamente nórdicos o “caucásicos”, que probablemente reflejen la apariencia
de personas del norte de Europa, pero no reflejan la apariencia de la mayoría
de peruanos. Se ha construido alrededor de esta publicidad un cierto “sentido
común”, muy honesto en cuanto a la ideología racista que manejamos en nuestros
fueros internos, en el que es “normal” obrevalorar la imagen nórdica, frente a
los rasgos andinos desvalorizados. Es
evidente que en el imaginario de estos publicistas, y de muchos
peruanos por cierto, resulta inaudito asociar, por ejemplo, a una persona de
una zona alto-andina con moda exclusiva, alto deseo sexual, lujo. Las
consecuencias a nivel individual y a nivel social son terribles. Saber que uno
nunca va a poder acceder al mundo de los “blancos hermosos” por más productos
que compre, termina generando serios complejos de inferioridad. Citaremos a
continuación un ejemplo presentado por el psicoanalista: “¿Qué puede sentir una
joven pobladora de Lima Norte cuando confronta su imagen con la de la modelo
Valeria Massa, representante de los almacenes Saga Falabella en el Perú? Una
insalvable diferencia, para comenzar. Pero puede que esto se traduzca también
en una sensación de inferioridad, porque lo que se está proponiendo no es solo
la imagen de una mujer bella. Lo que dicha imagen comunica es la representación
de la belleza. Ahí es donde anida el problema. Si el caso de esa modelo
argentina fuera aislado, no habría porqué ponerla de ejemplo tan solo por ser
rubia y de tez clara. Esto sería tan discriminatorio como cualquier otro. Al
fin y al cabo una modelo negra como Naomi Campbell es mucho más famosa que ella
en el mundo. El asunto es que, lejos de ser una de tantas, la imagen de la
argentina es más bien típica de los patrones estéticos predominantes en el
Perú. Y si Campbell algún día modelara para alguna firma peruana lo más
probable es que se enfatizara su
condición de top model extranjera…” (Bruce 2008: 73) Esto podría
trasladarse a otro tipo de ejemplos que resultan ser una consecuencia de esta
sobrevaloración a lo blanco en un plano estético. Podríamos resaltar la
cantidad no poco considerable de mujeres descontentas con su color de pelo, o
que tiñen el pelo de sus hijos con agua oxigenada; los nombres anglosajones que
muchos padres le han dado a sus hijos; los comentarios de las familias cuando
ven a un recién nacido resaltando su “blancura” o los rasgos “blancos” que ha
podido obtener: la nariz, la boca, las orejas, etc. No deja de haber un
componente de racismo en estos hechos, rezagos de una discriminación
sistemática. La construcción de lo blanco como superior socialmente resulta ser
en el Perú desde esta perspectiva algo evidente desde el punto de vista de
nuestras percepciones estéticas y no tanto desde el discurso ideológico o político,
más explícito, aunque también haya
lugar para cierto tipo de racismo como veremos a continuación.
Esta oración se hace patente con una situación real y vigente en Ayacucho.
Tomando el comentario brindado por algunos jóvenes del movimiento juvenil
Esquina cultural, resulta que en Ayacucho se busca gente blanca para
comerciales en la televisión local y, sin embargo, resulta que esta región
tiene un fuerte discurso político regionalista y anti-oligárquico, discurso que
suele asociarse con un discurso anti-blanco o anti-limeño. Esto sucede sin que
importe demasiado la filiación política. Hay pues una contraposición bastante
conflictiva entre la praxis y el discurso político quedando en evidencia cómo
actúa la ideología racista haciendo que muchos asuman como “normal” un canon de
belleza dominante que no representa a las mayorías. Sucede lo mismo con los más
jóvenes: cada vez más se hace
patente en Ayacucho la aparición de subculturas juveniles
seguidoras del metal, punk y de la movida emo. La música andina parece quedar
relegada al plano de “mercancía cultural”, de objeto folclórico valorable; pero
ya no tanto como un vehículo de integración social, como una vivencia cultural.
Podemos concluir, sin lugar a dudas, que el racismo ideológico en tanto permanencia
de un canon estético dominante puede cambiar por completo la dinámica de las
relaciones sociales de una comunidad, y por qué no decirlo, tanto económicas
como políticas: al final lo que quedaría en el imaginario de los ayacuchanos
más que la legítima búsqueda de ser reivindicados después de tantos años de
exclusión, sería más bien la inclusión forzosa a un modelo importado en el que
la cultura occidental (y con el sus discursos ideológicos) jugaría un papel
predominante.
Esta inclusión forzosa se cimenta en el imaginario de los
peruanos con mayor fuerza desde ciertos programas de televisión, sobre todo
desde las series. A diferencia de la publicidad, en este caso el racismo no es
agresivo: es muy sutil y está acompañado, en la mayoría de casos, con un sincero
sentimiento de superación individual y éxito dentro del mundo capitalista. El
mensaje de fondo sugiere un cuestionamiento interno ¿Por qué debería tenerle
miedo a lo blanco si al final puedo blanquearme (superarme)? Con series como
Dina Páucar: el sueño continúa, Chacalón: el ángel del pueblo, la primera
aparecida en setiembre del 2004 y la segunda en mayo del 2005, se nos está
vendiendo una visión capitalista de éxito en donde la violencia que se padece
es asumida con resignación. Este tema es estudiado a fondo en un artículo
publicado por Víctor Vich.107 A continuación presentaremos brevemente el
impacto sociocultural que tienen estas dos series. El tema de fondo en ambas
series es la asimilación a una cultura hegemónica, entendida como el conocimiento
de las reglas de juego en las relaciones de poder, en un mundo dominado por
injusticias y prejuicios, siendo curiosamente uno de estos prejuicios el
racial. Sin embargo, el punto no está en lidiar con las dolorosas
contradicciones que supone la conflictiva vida social peruana, sino más bien en
pasar por encima de ellas como un obstáculo en el camino individual hacia el
éxito. Se reduce así el problema del racismo a un simple prejuicio desfasado y
no a una ideología real y activa que genera dramáticas consecuencias. Los
personajes reflejan la idea de un “héroe popular” que salió adelante desde muy
abajo y que logró alcanzar sus sueños por puro voluntarismo,
es decir, entrando en el sistema sin cuestionarlo, sin hacer
política108. Esto refleja la tendencia propia de la sociedad peruana de entonar
su discurso hacia una propuesta neoliberal, en donde el individualismo
pragmático y estoico resulta ser un valor imprescindible para lograr una vida
solvente, exitosa. Hay una clara apuesta por un “multiculturalismo” chato, que
no garantiza un reconocimiento efectivo de las diferencias a partir de acciones
específicas.109 Se asume el multiculturalismo como la simple convivencia de
grupos sociales o étnicos diferenciados sin hacer hincapié en la particularidad
de las relaciones interculturales (relaciones de poder) que se dan en el día a
día.
No obstante el estoicismo y pragmatismo, a esto debe sumarse la
idea también
propuesta de presentar a un “cholo” y una “chola” que siendo
representantes de los pobres y marginados, de migrantes o hijos de migrantes,
logran no solo adecuarse al sistema, sino que terminan siendo protagonistas. El
mundo que antes le pertenecía a los blancos, ahora le pertenece a los cholos.
Un apunte importante que hace Vich en su análisis es cómo en la serie se
enfocan detalles propios de lo que se denomina “cultura chicha”, en vez de
quedarse con el típico argumento clasista que gira más bien en el mundo
ostentoso de las clases dominantes. Vemos pues “rostros de migrantes, comida
típica, vendedores de cerveza, discos piratas, culturas juveniles, son captados
con detenimiento (muchas veces en primeros planos) dentro de un “realismo
etnográfico” que aspira dar acceso mediático a un tipo de realidad generalmente
excluida de las
telenovelas estándares y de los comerciales nacionales”110.
Pareciera con ello que hay una suerte de resignificación de este mundo cholo,
de origen andino tantas veces marginado; sin embargo, esta posibilidad de
resignificación encuentra sus claros límites cuando se topa con que las
relaciones de poder siguen siendo las mismas a pesar de que los actores sean
distintos. Al final lo que importa no es tanto la experiencia vital o cultural
de los “héroes populares” sino más bien su capacidad de insertarse en el mundo
de los blancos para sacarle provecho. Esto hace que el racismo como ideología
se haga patente. La máxima detrás de estos héroes sería la siguiente: “me
someto a la violencia y la acepto con tal de blanquearme, de entrar al juego de
poder, a la cultura hegemónica”.
Lo curioso es que este tipo de racismo tiene un doble efecto:
levanta la moral en un país medio alicaído y sufrido como el nuestro, y además
vende bien. Toca fibras sensibles en cuanto reflejan situaciones de dolor que
pueden retratar un momento específico en la historia de un migrante. El
problema es que la serie no nos adentra en el dolor, en aquello que
perdemos para ser exitosos, en el precio que hay que pagar. Pero mostrar las
contradicciones, los baches del sistema, si bien es lo más honesto, no vende.
Así de sencillo. No vende decirle directamente al “cholo” o migrante que se
vaya olvidando de su dignidad y se resigne a la idea de que tendrá que ser
insultado por los blancos, que éste es un mundo violento y cruel; y que su
cultura no vale si es que no es capaz de ponerla en venta. El héroe popular es
héroe porque le saca el jugo al sistema, se aprovecha de juegos de poder ya
establecidos y en vez de resignificar su cultura se vuelve cómplice con la
cultura hegemónica. Lo que pareciera pasar desapercibido es que la hemorragia
no se detiene pasando la mano por encima de la herida, sino haciendo presión
sobre ella. ¿Qué papel juegan los derechos humanos en esto? Ninguno. La
formalidad de los derechos humanos no tiene mucha cabida dentro
de un problema ético (no moral) en el que la violencia es asumida con
naturalidad en las dinámicas comunicativas por parte de los ciudadanos.
Ciudadanos que no ven en el racismo una forma de violencia que deba ser
denunciada, sino una forma casi habitual de comunicación, de entendernos los
unos a los otros. Esto ciertamente está sostenido por relaciones de producción
específicas que analizaremos más adelante, en el último subcapítulo.
2.3 El paternalismo: la lógica detrás de los juegos de poder.
¿Qué son los juegos de poder? ¿Son mecanismos de cohesión para
caer en los brazos de una cultura hegemónica eurocéntrica? Los juegos de poder,
al menos en esta era postmoderna, ya no están al servicio de ninguna cultura
delimitada: ya sea estadounidense, europea o china. Como vimos en el subcapítulo
anterior, ahora los actores culturales pueden cambiar fácilmente. No obstante,
lo que está detrás de la cultura hegemónica es más bien una racionalidad
tendenciosamente instrumental que está al servicio de una sociedad de
mercado111: lo que significa que todo está para venderse o ser utilizado al
servicio del mercado, incluso la cultura. Sencillamente quien entra a ese
juego, radical y totalitario, pero engañoso, estará sometiéndose a una cultura
hegemónica y subyugando, en mayor o menor grado, la particularidad de sus
vivencias culturales. Las relaciones de poder son justamente las expresiones
concretas de esas búsquedas dentro del “mundo de la vida”, en las que los
grandes discursos se fragmentan en encuentros dialógicos cada vez más
específicos e insignificantes y en donde las grandes utopías sociales se
convierten en sueños cada vez más individuales: problemas que dicho sea de paso
no nos son ajenos en lo absoluto. Así pues nuestras búsquedas son minimizadas
por el sistema capitalista cada vez que entablamos relaciones de poder, en las
cuales nosotros resultamos ser piezas de poderes objetivos cada vez más
aplastantes y distantes. Poderes frente a los cuales nosotros somos
impotentes. Por ello, en la medida en que necesitamos vivir, o
en todo caso, subsistir en un mundo dominado bajo una lógica capitalista que
tiende hacia la sociedad de mercado, todos estamos llamados a negociar: a
delimitar aquello que se vende y lo que no se vende. Esas decisiones son
evidentemente relaciones de poder que suponen mayor o menor conflicto, pero que
definitivamente, querámoslo o no, suponen un conflicto. Esta necesidad de saber
delimitar espacios es claramente importante en un nivel sociopolítico y
económico; pero tampoco hay que perder de vista que esto también supone un
nivel íntimo: laboral y familiar. Así como no todo se vende, nadie puede
decidir por nosotros qué se vende y qué no, qué es lo que queremos y qué no.
Este problema último es propiamente el problema del paternalismo: asumir
ciertas decisiones sin considerar el diálogo como estadio previo y con ello
evitar una promoción del
pensar y actuar autónomamente. Así pues, el problema
contemporáneo que supone estar bajo los parámetros de un sistema capitalista
hegemónico se encuentra con una variante del autoritarismo que, por su parte,
resulta ser en el Perú un problema de larga data. Este carácter inevitable del
conflicto como defensa y búsqueda de intereses, si nos ceñimos al campo de la
política propiamente, supone la construcción de respuestas dentro del ámbito
público que permitan canalizar adecuadamente los intereses diferenciados de
todos los actores sociales en un espacio dado. El problema es que en el Perú no
sabemos lidiar con los conflictos, razón por la cual nos es fácil caer en
momentos de crisis, dentro de los cuales el carácter dialógico del conflicto se
pierde. Más que lidiar con el conflicto en sí mismo, pasamos por encima de él,
tal como sucede con la ideología y prácticas racistas en los programas de
televisión que apelan al carácter superado y superficial del racismo.
Preferimos establecer una comunicación superficial y vertical, evitando con
ello el diálogo abierto y horizontal. Así pues el paternalismo refleja
claramente un tipo de creencia y comportamiento, muy común en el Perú, que
busca silenciar el conflicto, y con ello silenciar a los que según la cultura
hegemónica están o podrían estar detrás como causantes de una posible crisis.
Ésta es quizá una de las formas más evidentes de “desenvolvernos políticamente”
en el Perú: a través de políticas unilaterales que se reflejan, como hemos
mencionado, tanto en el ámbito casero y laboral como en el Estado. La idea
detrás del paternalismo es la de no hacerse problemas evitando la participación
de actores que podrían resultar conflictivos o que sencillamente no merecerían
recibir un trato horizontal. Y ciertamente esta necesidad de esconder o
marginar a ciertos actores ha desembocado en claras luchas tanto políticas como
sociales por parte de ciertos sectores sociales que podríamos denominar subalternos.
Como hemos visto en capítulos previos, existe una marcada historia de
autoritarismo en donde prevalece una tendencia, podríamos considerar como
instrumental o utilitaria, que oscila entre la marginación explícita y el
tutelaje. Dos formas de establecer una relación que suponen una relación
vertical. Esto último puede explicarse por distintos motivos: quizá el
principal sea el menosprecio a la función laboral y la necesidad de
estereotipar la condición social de la persona. Por ejemplo, nos contó un profesor
que en una universidad limeña, propulsora de una educación humanista y crítica,
los trabajadores encargados de limpieza aparecían en una lista de teléfonos
solo con sus nombres, mientras que todos los demás trabajadores, académicos y
administrativos, tenían nombres y apellido. Esto supone justificar, de manera
sutil y quizá sin querer, una situación de dominación, ciertamente no
dialógica, que mantiene una relación de desigualdad establecida con
anterioridad. El problema es que las expresiones de respeto,
desde esta perspectiva, no son las mismas, varían necesariamente
según la clasificación que manejamos. No se trata de un menosprecio explícito,
sino de un manejo “económico” del respeto: no hay por qué invertir el mismo
respeto en todos. Con eso nos referíamos anteriormente cuando mencionábamos el
“trato diferenciado” que recibían ciertos trabajadores, la mayoría
subempleados: como ejemplo mencionamos a “guachimanes”, obreros de
construcción, jardineros, recicladores informales, etc. Esta forma diferenciada
de tratar a “cierto tipo” de personas es la que fomenta el paternalismo:
situaciones en las que puede haber un claro respeto por el otro, pero un
respeto desigual que puede llegar a ser no solo impertinente, sino también
doloroso.
Yendo más lejos, bajo esta misma premisa uno puede terminar
asumiendo que ciertas decisiones son mejores para ciertas personas sin que eso
sea necesariamente cierto. Podríamos brindar como ejemplos las siguientes
expresiones: “no tendrá problema si es que le doy un sencillito por su
trabajo”, “no se afectará si le digo “maestro” o “maestrito” en vez de
preguntarle su nombre”, “no será incómodo que aparte de su trabajo me resuelva
algunos problemas domésticos”. Queda claro que estas expresiones se generan en
contextos en los cuales el paternalismo se posibilita gracias a un preocupante
clima de servilismo, en el que incluso, las personas menospreciadas se
acostumbran e incluso pueden llegar a contentarse con una actitud servil. Sin
embargo, hay momentos en los que este círculo puede romperse abruptamente.
Incluso en casos en los cuales uno, en sus ganas de ayudar realmente y fuera de
todo paternalismo, no es consciente que es parte de este juego, de este círculo
vicioso. Éste es un caso particular, testimonio, que fue narrado por un
estudiante de filosofía de la universidad Antonio Ruiz de Montoya, Alonso Paz
conversando en una mesa entorno al racismo:
“El racismo tiene cosas que son claras, brutales, explícitas.
Por ejemplo una experiencia mía, hace poco. A mí en un proyecto de ayuda a
chicas adolescentes en Pamplona Alta (barrio marginal al sur-este de Lima) me
tocó ir a decirle a una adolescente que ella debía salir del proyecto por
inasistencia. Y entré a la casa normal porque la señora, la mamá de la joven,
siempre me atendía muy bien. Conversamos y le dije: “tengo que hablar con tu
hija de algo importante”. Llega la adolescente. Y apenas comienzo a insinuar el
tema de que “has estado faltando” y no sé qué cosas más, la actitud por parte
de la señora se modificó completamente.
Y yo empecé a ponerme muy, muy nervioso. Y llegué al punto en
que empecé a decir que no podía seguir en el proyecto por tal y tal razón. Y lo
primero que me dijo la mamá de la adolescente, fue: “Ustedes vienen de otro
lado –esto es en Pamplona Alta- creen que pueden tratarnos como si nada”. Y yo
me quedé completamente pasmado porque ella fue una de las primeras en acogernos
cuando comenzó el proyecto en Pamplona. Sentí que de un momento a otro esta
significativa empatía que hubo antes se atrofió. Entonces sentí que me volví
otro radicalmente, una persona distinta. Incluso llega a decirme: “piensas que
crees que puedes venir acá y abusar de nosotros”. Y yo sinceramente no estaba
abusando de nadie. Para mí la cosa era radical porque el abuso era algo que a mí
jamás me habría ocurrido, y por otra parte nunca se me ocurrió que la señora
llegara a decir algo así… pero me sacó el tema y además me dijo:
“como eres blanco vienes a decirme una cosa y cuando vienes haces lo que se te
da la gana” y en el fondo no tenía nada que ver que el que sea blanco dado que
el tema era muy puntual. Seguramente influenciaba el hecho de que estaba con
chaleco, usaba la indumentaria institucional, tal vez…Pero aún así esa actitud
yo jamás lo hubiera pensado. Sobre todo con esa familia. A mí lo que me deja
esta experiencia es que hay expresiones de racismo que pueden ser muy
solapadas, porque no aparecen violentamente si es que uno usa un tono
específico para hablar y conversar, no hay violencia cuando todo va bien…
Y esto, en el fondo, es
lo que ms me deja esta situación: uno puede, ingenuamente y sin
querer, estar accionando todo para activar un discurso que remarca, reafirma
esa dimensión de diferencia absoluta. ¿A qué me refiero con que uno puede
ingenuamente estar accionando todo? Uno olvida que está ahí en medio de grandes
diferencias, y que hay detrás una forma de ver el mundo. Y uno actúa como si no
existiese esa posibilidad, de ser discriminado y el sentimiento que pueden
tener de sentirse discriminados. Eso para mí, no sé si eso les ha pasado a
ustedes, pero, me llama la atención en varios sentidos, pero sobre todo el
hecho de que esto estuvo ahí latente. Porque es una relación que tuve con esta
familia, o que tengo con esta familia, desde hace un año y dos meses. Yo he
dormido en esa casa. Es una casa
que me acogió en un momento en el que no podía salir de la zona.
Y después en una tarde todo se volvió radicalmente diferente, porque no intuí
que por ahí podría salir. Y, ¿me explico cuando digo que es una relación como
latente? Por más que uno trate de acercar diferencias… A mí me cuestiona mucho
cómo se sigue transformando el racismo y cómoha ido infiltrándose por todos
lados. Este testimonio refleja con énfasis algo que mencionábamos antes: la
falta de conciencia que tenemos respecto al juego racista, muy a pesar de
nuestras ganas de querer romper con esta verticalidad, con ciclos constantes de
exclusión. Y sin embargo, este tipo de situaciones nos hacen ver que el quiebre
de relaciones de discriminación parecieran ser cada vez más utópicas: hay, día
tras día, formas distintas para impedir la posibilidad de entablar relaciones
directas, sinceras y horizontales sin que podamos caer en la cuenta de ello. Se
ve con ello lo solapada que puede ser la discriminación, y la ingenuidad que
puede haber detrás de ir en pos de una “horizontalidad discursiva” para luego
caer, de manera casi natural, en una “verticalidad pragmática”. Y lo curioso es
que esta situación se genera en un contexto de encuentro intersubjetivo, en
donde la comunicación no deja de ser una posibilidad abierta aunque limitada.
¿Hasta dónde puede llegar la apertura
dialógica? ¿Qué formas o situaciones quiebran esta posibilidad?
Las respuestas pueden variar dependiendo del contexto, pero ejemplos como éste
muestran cómo estas mismas respuestas son cada vez más difíciles de prever.
Esta posibilidad de comunicación nos lleva a plantear la idea de
un círculo de servilismo y/o tutelaje preocupante en los cuales tanto el
opresor como el oprimido resultan ser actores protagónicos. Ambos direccionan,
queriendo o sin querer, la discriminación explícita a formas más sutiles,
logrando con ello trasladar lo que antes podría ser un insulto en actitudes
específicas que influyen claramente en nuestra comunicación cotidiana. Sucede
pues, lo mismo que vimos en el capítulo anterior: el racismo deja de ser
explícito y se adentra en una comunicación que parece ser, a todas luces, más
horizontal pero no por ello menos racista. La diferencia entre el paternalismo
y la comunicación racista per sé, es que el servilismo, que es correlativo al
paternalismo, “mueve” a que el opresor haga efectivas ciertas decisiones
supuestamente “a favor” o “que no resultan perjudiciales” para “cierto tipo de
personas”. Esto como hemos venido
107
diciendo, se traslada tanto a decisiones políticas o de Estado,
como a decisiones más íntimas: a nivel de trabajo o de hogar. Quedan finalmente
estas dos ideas, tristes y dolorosas, de que uno puede ser “el cholo de
alguien” o que uno puede conseguirse a su “cholo barato”. Algunos van y vienen
entre una y otra posibilidad: algunos solo se reconocen en una de esas
alternativas: lo que no cambia es que estas opciones no dejan de ser
posibilidades bastante reales y concretas en un país como el nuestro. Ahora
hagamos más hincapié en el racismo como un problema político y su relación con
el paternalismo.
El paternalismo, podríamos decirlo ahora, es un aspecto tanto
ideológico como de
comportamiento que es parte de un perfil racista en el Perú,
fuera de todo estereotipo posible. El estereotipo termina siendo, en todo caso,
una herramienta que permite justificar la acción de aquel que discrimina,
cosificando ciertas características reparando o no en ello. Así pues, el
paternalismo, en tanto ideología y comportamiento, permite entrelazar distintas
formas de ejercer la discriminación racial brindando un sentido dulcemente
excluyente, incluso un sentimiento de contentamiento por el “bien” hecho a
favor del “otro”. Se subliman acciones discriminatorias que fuera del
paternalismo podrían haber resultado muy chocantes: discriminación por medio de
la promoción de leyes que afectan a cierto tipo de ciudadanos, discriminación
por la forma en que utilizamos el lenguaje, discriminación el silencio
resignado en ciertos contextos, discriminación justificada por el paradigma de
éxito, etc. Una serie de discriminaciones que fácilmente se traducen en
intolerancia con las distintas formas que pueden tener algunos ciudadanos de
entender el mundo y sus posibilidades particulares de desarrollo.
Todo esto está entrelazado minuciosamente por los “dulces” lazos
del paternalismo. Y estos lazos pueden estar tan interiorizados que podemos
verlos actuando en nosotros no solo como individuos, sino también como
ciudadanos, como miembros activos de un Estado que asume el racismo como una
práctica sutil pero con consecuencias desgarradoras, sin que siquiera caigamos
en la cuenta de ello o aceptándolo estoicamente. Esto a la larga supone un
problema serio: si nos reconociéramos como ciudadanos diferentes, en nuestra
forma de ser y ver el mundo, esto nos facilitaría el reconocer cómo se
estructuran estas distintas formas de discriminación, que en cuanto
comunicativas suponen relaciones de poder sutilmente verticales y sin lugar
posible para un verdadero diálogo horizontal. Sin embargo, este reconocimiento
no se da. Es más: podríamos decir que el Estado en cuanto articulador y
representante de nuestras
prácticas racistas es uno de los principales promotores del
paternalismo.
El Estado en el Perú resulta ser para muchas personas lo mismo
que el gobierno, y el gobierno, el Estado. Al final el presidente en cuanto
representante del Estado y cabeza del gobierno no es otra cosa que una suerte
de gran papá protector de sus hijos los ciudadanos. Las explicaciones
históricas posibles más representativas se han explicado en el primer capítulo,
así que no profundizaremos en ellas. Lo que sí debe quedar claro es que se
construye desde esa imagen paterna la idea de un Estado y una nación, como si
se tratara de una gran familia; y no la de un Estado y muchas naciones. Es
decir, un Estado con muchas culturas articuladas entre sí: por tradiciones,
lengua, territorio, costumbres. Dado que no hemos entendido al Estado como
articulador de estas
diferencias, hemos construido un país con una sola visión de la
cultura: centralista,
hegemónica, intransigente, autoritaria. Todos deben girar
alrededor de dicha cultura para poder sobrevivir, más que adoptando paradigmas
aprendiendo la racionalidad instrumental de la cultura hegemónica “adornada”
con las características antes mencionadas.
La hegemonía cultural pervive en función de supuestos que
impiden el diálogo gracias al paternalismo: incluso cuando se aboga a favor de
la interculturalidad. Se hace obvio, por un tema de derechos humanos, que los
miembros de una sociedad quechua aprendan quechua en la escuela. Y, en ese
sentido, el Estado plantea un programa intercultural bilingüe bajo ese
presupuesto. Lo curioso es que habrá sociedades, como algunas en la selva, que
acepten gustosamente esa propuesta; sin embargo, otros grupos, como sucede en
algunas comunidades de la sierra, la rechazarán. Dirán que ellos entienden como
una forma de discriminación el hecho de aprender una lengua que no les va a ser
útil,
mientras en las grandes ciudades otros niños tienen acceso a
idiomas mucho más útiles como el inglés. ¿El problema está en si lo que quieren
es bueno o no? El problema no va por ahí. El problema radica en que no hay una
actitud dialógica. El programa intercultural bilingüe no se hizo consultando a
los pueblos, ni siquiera informando respecto sus alcances o beneficios. Los
derechos humanos, por lo tanto, no son un discurso que debe ser asumido, sino
que implica una actitud de diálogo por la cual los derechos humanos pueden
darse en la práctica, pero solo mediante el consenso. La posibilidad de
entender una norma como universal, señala Habermas en el marco de su ética del
discurso, debería ser el resultado de un encuentro intersubjetivo marcado por
el diálogo y no el fundamento.112 Nadie puede verse a sí mismo como el garante
de los derechos humanos: tenemos más bien la tarea de impulsar la concreción de
estos derechos a partir de una actitud dialógica. Por su parte, el paternalismo
puede también desembocar en un asistencialismo terrible, en el que el racismo juega
un papel importante. Si bien debemos apostar por una opción preferencial hacia
la gente marginada, debemos considerar también que la discriminación positiva
puede generar conflicto con otros miembros de la sociedad. La igualdad no vale
por sí misma: nuestros actos tienen consecuencias éticas que deben ser
consideradas desde todos los puntos de vista posibles. Así pues, una cosa es
plantear la posibilidad de ir en pos de derechos colectivos, frente a los
individuales, como buscan los awajún y los ashuar en Bagua basándose en el
acuerdo 169 de la OIT, y otra distinta es la de plantear que las universidades
tengan que separar un porcentaje para aquellos
postulantes que sean negros en Brasil. Eso generaría una serie
de conflictos difíciles de resolver: todos buscarían un negro en su familia, o
buscarían, en todo caso, la forma de probar su “negritud”. Lo mismo sucede con
el programa Juntos en el Perú que llevó a que muchas mujeres, incluso
adolescentes, tuvieran más hijos solamente para recibir los 100 soles que el
programa ofrece en zonas alto-andinas en extrema pobreza. Esto generó altos
niveles de movilidad social, de familias que van a poblar lugares que reciben
el beneficio, así como un elevado número de embarazos no deseados. 1
Al final el paternalismo alimenta nuestras ganas de ayudar, pero
de ayudar a cualquier costo. El paternalismo promueve el asistencialismo. Con
ello se evita el diálogo, que dicho sea de paso, no es un diálogo calmado y
agradable. Es un diálogo que busca confrontar intereses diversos, que supone
una lucha incómoda que el Estado, y todos nosotros en cuanto ciudadanos,
debemos resolver. El gran problema es que no hay responsables visibles, y más
bien resultamos ser canalizadores sistemáticos de violencia. Violentamos al
otro sin necesidad de alterarnos consolidando mecanismos sutiles de
discriminación ya establecidos, sin siquiera sentirnos sínicos. Somos
responsables, pero responsables invisibles para nosotros mismos. Lo curioso es
que hay víctimas evidentes: si no fuera así no habría tanto deseo de ayudar.
Reconocemos las disparidades, pero no estamos dispuestos, al parecer, de pagar
el precio que supone enfrentarnos realmente a las fuertes contradicciones que
hemos construido. Si seguimos acomodándonos a nuestro actuar violento seguiremos
siendo esclavos de una ideología racista real pero cada vez más invisible,
capaz de acomodarse fácilmente en el mundo postmoderno y a su racionalidad cada
vez más instrumental, cada vez menos
comunicativa.
2.4 El autoritarismo en los estilos de vida: las nuevas
relaciones de dominación.
Una pregunta que todavía no se resuelve gira entorno a cómo está
realmente distribuida la sociedad hoy en día y cómo dicho orden social y sus
relaciones productivas afectan la forma en que nos relacionamos, y más
específicamente cómo influyen dentro de la problemática del racismo. Hemos
visto cómo la comunicación, tanto a niveles masivos como personales, influyen
en la pervivencia de prácticas discriminatorias. Sin embargo, esto todavía no
nos esclarece cómo es que se están dando las nuevas relaciones de dominación,
cómo se está estructurando la sociedad en medio de prácticas discriminatorias
tan sutiles. Con los casos anteriormente relatados, se hace patente el hecho de
que no podemos pensar el racismo en el Perú, al menos en estos tiempos, como
prácticas que suponen una estructura social clasista estrictamente vertical,
es decir, la evidente verticalidad de nuestras relaciones sociales no
conlleva a entender necesariamente una verticalidad en la disposición de las
clases sociales. Una estructura que justamente caería en la promoción de
estereotipos socioeconómicos en donde se asume que los blancos son unos pocos
opresores y de clase alta, mientras que los no blancos (cholos y negros sobre
todo) son grandes multitudes de oprimidos que ocupan las clases más bajas de la
sociedad. Así pues, parecería que el racismo, tal y como se ha ido viendo,
justificaría una forma bastante reduccionista para entender la sociedad.
Nosotros creemos en tal sentido, que la complejidad y sutileza
de las formas de
discriminación son correlativas al movimiento de las clases
sociales, y por lo tanto a la estructura dinámica en la que estamos inmersos.
Un movimiento que va mucho más allá de la caracterización puramente
socioeconómica. En ese sentido, lo determinante, como veremos, no es tanto el
poder económico per sé de tal o cual clase social; sino más bien los estilos de
vida que uno decide, por diversas razones, adoptar sea cual fuere el estrato
social en el que esté. Estilos de vida que solamente son posibles de descubrir
por medio del estudio de los niveles y la forma misma de consumo de ciertos
grupos sociales, obviando las distinciones clásicas hechas por segmentos
sociales. Es necesario tomar en consideración este panorama socioeconómico para
ver cómo pervive sutilmente el 113
racismo desde la dinámica económica de la sociedad urbana en el
Perú. En este caso, enfatizaremos más en el caso de Lima.
¿Por dónde comenzar? Rochabrún, como vimos al final del primer
capítulo, nos dejó una pista importante. No podemos perder de vista la dinámica
propia de las relaciones productivas y de las clases sociales (no de los
segmentos sociales). Una primera distinción supone reconocer que existen dos
maneras de relacionarnos productivamente en el Perú: desde el terreno de la
formalidad o desde la informalidad. Son dos tipos de relaciones productivas
distintas porque sencillamente generan resultados distintos: no solo se
diferencian porque en un caso se paga impuestos y en el otro no, sino que
propician una nueva configuración social que en ambos casos rompe con el
prototipo clásico marxista, por ejemplo, en el que vemos a un grueso de
proletarios organizados sindicalmente, una capa media de pequeño burgueses y un
grupo limitado de burgueses.
No solamente en el ámbito informal, sino que también en el
formal podemos caer en la cuenta de la realmente reducida cantidad de
trabajadores dependientes formales realmente calificados y protegidos por el
Estado. Así pues, siguiendo lo señalado por la encuesta del Instituto de
Opinión Pública de la PUCP de abril del 2010, vemos que solamente en Lima hay
un 21% de trabajadores dependientes en planilla (ya sea estable, fijo o por
horas) y que el número de trabajadores dependientes ya lleva desde algunos años
manteniéndose en descenso debido a la irrupción cada vez mayor de trabajadores
independientes. Baste decir que de los encuestados un 81% preferiría trabajar
por cuenta propia y que solo un 33%, en tanto trabajador dependiente, estaría
dispuesto a entrar a un sindicato a pesar de su alta valoración y tan solo un
3% de los encuestados señala pertenecer a uno. Hay un 93% de personas que,
según la encuesta, no se sienten protegidos por las leyes laborales.113
Hay un grueso importante de trabajadores formales
que no tienen estabilidad laboral, y dado que no perciben un
sueldo mínimo vital (SMV) se ven obligados a conseguir “cachuelos”: pequeños
trabajos de forma independiente. ¿Qué sucede en el sector informal? Debemos
reconocer, antes que nada, el alto número de trabajadores dentro del sector
informal. Según una investigación de la Organización Internacional del Trabajo
(OIT) en el año 2004 el Perú tiene el mayor índice de informalidad dentro de la
zona andina. El porcentaje de informalidad promedio en Perú es del 59,5%. Uno
de los datos más relevantes de dicho estudio es que en el sector informal
peruano trabaja más de 49 horas semanales y que tan solo el 13,9% de este
sector cuenta con seguridad social.114 A pesar de dicho número, en la encuesta
anteriormente citada tan solo un 6% se reconoce como informal. Esto
probablemente se debe al hecho de que una persona puede tener más de un trabajo
y prefiere dar cuenta del “más seguro” frente a la posibilidad de señalar
directamente su vínculo con el sector informal. Además, algo que normalmente no
se considera es que hay un buen número
de microempresarios o vendedores independientes que están en una
situación de “semiinformalidad”, debido a que no han terminado de formalizarse
pero que pertenecen a asociaciones. Cabe señalar que en las asociaciones de
micro y pequeños empresarios aproximadamente la mitad de miembros son
informales. En su mayoría desconocen las leyes de promoción a la micro y
pequeña empresa, además de que hay una carencia respecto a la asesoría para la
gestión contable y falta de difusión respecto a los beneficios que supone
la formalidad, como el acceso a crédito. Sin embargo, como también veremos más
adelante, esto último tampoco resulta un beneficio de la formalidad debido a la
instauración del microcrédito que en el caso del Perú se puede dar tanto a
trabajadores formales como informales. En este último caso el requisito, como
sucede en el caso del banco Mibanco, es pertenecer a una asociación de
comerciantes o de mercados.115 La lógica detrás está en las “garantías
sociales” que
priorizan más la solvencia moral que la económica: al final
quien ejerce presión es el grupo o asociación que, supuestamente, lucha por su
reconocimiento frente al Estado.116 La lógica del microcrédito ciertamente es
importante, y viene siendo defendida loablemente por el premio noble de la paz
Muhammad Yunus, sin embargo, en el Perú pareciera que el mercado formal se
adapta más a lo que requiere la informalidad sin que necesariamente la
informalidad priorice su entrada al mundo formal. Ciertamente la adaptación de
la formalidad a lo informal es un punto propuesto, aunque de forma no muy
consistente, por el economista Hernando De Soto en su libro El misterio del
capital, sin embargo, esto no supone necesariamente la construcción de un nuevo
tipo de formalidad, más accesible e inclusiva.117 Pareciera más fácil, en todo
caso, sostener al mercado informal y, sobre todo, al semi-informal. Si a esto
se le suma un panorama en el que un buen número de empresas formales ven la
mejor forma de evadir impuestos, podemos caer en la cuenta del alto grado de
informalidad dentro del mercado interno peruano. Y es, justamente, este grupo
el de informales, semi-informales y
formales “culturalmente” informales el que más predomina en el
Perú. Esto,
evidentemente trae consecuencias en lo que suponen nuestras
relaciones humanas, la forma en que nos aceptamos o discriminamos. ¿Cómo así?
Lo señalaremos en las siguientes páginas.
Vemos pues dos formas de relaciones productivas que conviven en
un mismo espacio, el Perú, y que suponen, a su vez, formas diferenciadas de
vivir concretamente dentro del segmento social que representan. No es lo mismo
ser del segmento social A y tener un negocio informal en una zona marginal de
la ciudad y ser del segmento social A tradicional de la sociedad limeña. El
mundo de uno no necesariamente está incluido en el otro, y en muchos casos ni
siquiera se encuentran. Lo mismo sucede con el segmento B o C. Si consideramos
los datos de la OIT, estamos hablando de casi un 60% de informales o
semi-informales, por lo cual hay prácticamente dos mundos diferenciados en lo
que respecta a relaciones productivas: no es lo mismo, dentro del segmento
social B, hacerse una “carrera profesional” dentro del mundo formal y vivir en
una casa alquilada, que “emprender” un negocio en el mundo informal y tener
casa propia. Los ritmos en el posicionamiento dentro de los segmentos sociales
son distintos. Ciertamente, y siguiendo lo desarrollado por Jaime de Althaus en
su libro La revolución capitalista en el Perú, ha habido una integración y
congruencia en lo que refiere a las
dinámicas productivas gracias a la apertura de los mercados que
viene desde los años 90 con Fujimori; sin embargo, esta integración y
congruencia económica que se refleja en el lento pero sostenido desarrollo del
mercado interno gracias a la aparición de pymes (pequeñas y medianas empresas)
no supone un modus operandi determinado al momento de hacer negocio, una forma
definida para entrar al sistema capitalista. Así pues, pareciera más bien que
el sector informal, con todos sus matices, se anexara al formal, que al menos
en el caso de las pymes frente al informal resulta ser mucho más débil,
generando con ello una simbiosis económica importante, que dicho sea de paso
genera un equilibrio respecto a la relación que hay entre el mercado interno y
la fuerte tendencia a priorizar la exportación de minerales y materias primas.
No hay en las pymes informales, sea que estén en el sector D, C o B, un sentido
de marginalidad
frente al mundo formal, pero eso tampoco significa una
integración: la posibilidad de acceder a microcréditos es mayor, y en la otrora
marginal Lima Norte muchos
ciudadanos tienen una propiedad inmueble propia, lo que permite
mayores posibilidades de inversión en negocios, así como acceder a un mayor
nivel de consumo. Sin embargo, los niveles de compromiso para con el Estado
peruano por parte de las pymes que vienen del sector informal (ya sea que se
mantengan informales, estén en proceso de formalización o mantengan prácticas
informales) puede llegar a ser mucho menor que en el caso de las pymes que
comienzan como formales en un barrio o distrito “tradicional” y que parecieran
verse obligadas a cumplir con sus tributos. A esto habría que sumarle el hecho
de que no tienen las mismas facilidades de acceso a microcréditos, y también el
hecho de que las municipalidades de dichos distritos tradicionales pueden ser
más exigentes para dar licencias que aquellos de zonas periféricas. Por otra
parte, las pymes que vienen de un trasfondo informal normalmente son empresas
en donde las familias mismas se auto-emplean siendo por lo tanto unidades de
trabajo limitadas en lo
que respecta a la posibilidad de posibilitar una “clase obrera”
tradicional. Y si hay
trabajadores en la mayoría de casos estos no tienen garantías
laborales de ningún tipo. Por eso habría que enfatizar en el carácter de anexo
de lo informal en la formalidad y más bien una clara adaptación de lo formal a
las necesidades del grupo informal, que como hemos venido diciendo, no refiere
tan solo a los negocios que no pagan impuestos, sino que de alguna u otra forma
no consolidación su formalización o actúan informalmente. Cabe señalar que esta
diferenciación en las relaciones productivas tanto en el sector formal como
informal ciertamente propicia nuevas y más sutiles formas de discriminación. En
el caso del trabajo informal las posibilidades de sentirse discriminado pueden
ser tan o más grave que en un trabajo formal, sobre todo si consideramos el
trato casi “familiar” y poco “profesional” que puede entre los trabajadores
dentro de una pyme en donde los mismos dueños priorizan el auto-empleo antes
que la posibilidad de garantizar una mano de obra calificada. Curiosamente en
la
encuesta anteriormente citada de la PUCP se señala que hay un
47% de encuestados que señalan sentirse discriminados en su centro laboral.118
Ahora bien: ciertamente hay una suerte de integración, una
percepción de horizontalidad mayor que es la que de alguna forma nos lleva a
pensar que nuestras relaciones sociales entre nosotros están libres de
prejuicios raciales o cualquier otra forma de discriminación. Sin embargo, esta
percepción de horizontalidad no se da ni en las relaciones productivas, ni en
las relaciones intersubjetivas o comunicativas como hemos visto anteriormente,
sino que más bien aparecen en el consumo. La percepción de horizontalidad es
correlativa a los estilos de vida que queremos construir, ya sea en función de
modelos adquiridos previamente o por paradigmas de vida nuevos. En tal sentido,
los estilos de vida cortan transversalmente a los segmentos sociales poniendo
en segundo plano el carácter formal o informal de las mismas, es decir,
secundando lo que son propiamente las relaciones productivas en las que el
racismo se inmiscuye.
En el libro Al medio hay sitio del investigador social Rolando
Arellano se suscita la idea de que los segmentos sociales ya no pueden
entenderse a la usanza tradicional, como una pirámide; sino que más bien ahora
hay una suerte de rombo debido a un nivel de movilidad social sin precedentes
generando con ello una clase media mucho más grande y sólida, en donde los
estereotipadamente pobres resultan ser una clase media más solvente que la
antigua clase media tradicional o incluso llegan a ser nuevos ricos. Los pobres
extremos estarían al fondo del “rombo”, siendo propiamente una minoría
considerable aunque no tan numerosa como los grupos antes mencionados. El tema
de fondo es que aquellos que pertenecen a esta nueva clase media y también
muchos de los nuevos ricos no se ven a sí mismos dentro de una clase social
tipo A o B, debido a que, en muchos casos o bien la gran mayoría, mantienen
viejas costumbres (económicamente
se refleja esto en formas de invertir y gastar) así como gustos
que los diferenciarían claramente de las clases acomodadas tradicionales. En
ese sentido, no es tan relevante considerar el ingreso familiar para reconocer
el estrato social bajo los cánones tradicionales de medición, sino la forma en
la que cada individuo utiliza su dinero dependiendo del círculo social en el
que se mueve: ya sea gastando o invirtiendo. No hablamos de un ingreso familiar
propiamente, sino de estilos de vida que cada miembro de la familia podría
tener y que suponen formas de gasto y de inversión diferenciadas. En ese
sentido, un señor mayor proveniente de alguna región pobre que vino a Lima
siendo joven y logró amasar una fortuna considerable tendrá una forma de
invertir y gastar diferenciada a la que podría tener su hijo, quien
probablemente ha dejado el “estilo de vida” de su padre para adquirir el de sus
amigos: ya sea los amigos del colegio particular en el que estudió o los amigos
de la universidad. Esta diferenciación en el gasto nos permite vincularnos de
manera horizontal con personas de “distintas procedencias” y genera, a su vez,
la impresión de que ya no hay racismo. Es más, el mismo autor sugiere en su
libro que “el tema racial parece ser más un símbolo de miopía social con
respecto a las diferencias ente ricos y pobres, que una verdadera evidencia de
la estructura de nuestra sociedad”119. No puede ser tan solamente un símbolo de
miopía social debido a que, como hemos ido viendo a lo largo de este texto, el
racismo no solamente supone una forma de ver o entender la sociedad (ideología
discursiva), sino que también supone un comportamiento muy
interiorizado que afecta nuestra forma de interactuar en sociedad.
Sin embargo, y siguiendo la ilación de lo desarrollado
previamente, podemos señala que dentro de una familia con estilos de vida
diferenciados los mecanismos de discriminación racial pueden ser los mismos. En
buena cuenta las prácticas
discriminatorias pueden ser alimentadas dentro de un núcleo
familiar con estilos de vida diferenciados pero que pueden tener en común el
cholear a los pocos empleados que tienen dentro de la pyme familiar; y quizá no
por querer “discriminar” sino por la posibilidad misma de poder acceder sin
mayores problemas a un “cholo barato”, a un trabajador “recién bajado” que sale
más barato y que se puede dejar “humillar”. En otras palabras: nos puede diferenciar
el consumo y al mismo tiempo vincular con personas de distintos estratos
sociales, pero nuestros patrones de discriminación pueden permanecer incólumes
frente las relaciones productivas. Así pues, dentro de las relaciones
productivas uno siempre puede cholear o terminar siendo “el cholo de alguien”.
Como hemos visto, el racismo puede inmiscuirse fácilmente en distintos aspectos
de nuestra vida, sin embargo, el hecho de que pueda pervivir dentro de nuestras
mismas relaciones
productivas ya supone un nivel mucho más establecido y difícil
de superar.
Tercer Capítulo:
A modo de conclusión. La lucha contra el racismo a partir de
encuentros y
prácticas contraculturales. Pareciera haber entre nosotros una
suerte de resignación frente al problema del racismo. Como si el racismo fuera,
entre otros problemas, un aspecto secundario, relacionado a la autoestima: al
hecho de “sentirnos” bien o mal. Pareciera fácil negar su constante permanencia
a través de las relaciones de poder dentro de nuestras relaciones
comunicativas, intersubjetivas, o a través de las relaciones de producción que
a la larga
reafirman el carácter tanto ideológico como práctico, y no tan
solamente discursivo del racismo. La pregunta está en cómo podemos parar el
avance de una ideología (teoría y práctica) racista, más allá del “simple”
discurso o prejuicio racista que pareciera ser el único síntoma reconocible;
sin caer en la cuenta, no obstante, de que es el racismo como ideología el que
nos convence en dejar las cosas tal y como están. Las razones ya se han hecho
evidentes: el carácter discursivo del racismo nos termina “limpiando” de toda
culpa, se sostiene con prácticas políticas como el paternalismo, nos reconforta
con el asistencialismo y la idea, no necesariamente reconfortante, de que la
cultura se está volviendo cada vez más “chola”, mestiza. Cabe señalar que este
racismo discursivo se fortalece dentro de las relaciones económicas que
cultivamos, sobre todo, como hemos visto, la forma en que consumimos, en los
estilos de vida que construimos. Vemos a todas luces una suerte de
contentamiento con la dinámica comunicativa y las relaciones de producción que
hemos mantenido los peruanos entre nosotros: una comunicación
distorsionada, superficial, que justifica la violencia, ya sea
de manera simbólica o
explícita; y por otra parte, relaciones de producción en las que
nos es fácil acomodarnos, permitiendo sutilmente la reproducción de hábitos
discriminatorios. Terminar entonces con la ideología racista supone modificar
la forma en la que nos relacionamos entre nosotros: esto es, no solamente en lo
que respecta a nuestras creencias, sino a la postura misma con la que nos
enfrentamos a los otros en el día a día. Enfatizamos en la forma, porque el
contenido parece quedarse reificado o cosificado en el discurso, en la pura
formalidad. Hay pues una forma, profunda y no superficial, de comunicarnos y
relacionarnos que supone un comportamiento, o mejor dicho, una serie de
comportamientos que modifican nuestra postura frente a los otros, nuestra disposición
tanto corpórea como anímica respecto al otro.120 Esto se diferencia claramente
del contenido del discurso, mucho más superficial, capaz de jugar retóricamente
con los argumentos y que nos permite avanzar con tranquilidad121. ¿Por dónde
comenzar? Antes que nada, deberíamos descartar acciones “correctivas” frente al
racismo. Como hemos visto, el problema no es tanto individual o moral, sino más
bien comunicativo y ético; por lo tanto, no se puede corregir una postura
racista como si corrigiéramos la postura de nuestra espalda. Recordemos que el
problema del racismo, como vimos en el primer capítulo, es un problema que se
circunscribe dentro de la intersubjetividad social, recogiendo las palabras de
Nelson Manrique, y no
solamente dentro de nuestra conciencia.122 Pero al mismo tiempo,
es también un
problema objetivo en cuanto se inmiscuye el racismo de manera
contundente dentro de nuestras relaciones productivas, dentro de nuestros
mismos hábitos al momento de “hacer negocio”, de ir en pos de nuestros más
caros intereses. La corrección puede resultar siendo muy explícita frente a los
sutiles mecanismos que suponen la ideología racista: ese es el riesgo evidente,
por ejemplo, de una “educación en valores” dentro de un curso de educación
cívica. La intersubjetividad social y las relaciones productivas, evidentemente
objetivas, suponen más bien el uso de acciones sutiles en contra del racismo
para propiciar el quiebre de un “sentido común” distorsionado y el
reconocimiento efectivo de actores que han sido sistemáticamente silenciados.
Estas acciones las hemos denominado como “prácticas contraculturales”. En este
capítulo remarcaremos brevemente la posibilidad de cambiar nuestro
comportamiento a partir de la articulación de prácticas culturales, y con ello abriremos
puertas para nuevos trabajos posibles sobre el problema del racismo. Tomaremos
en consideración los temas planteados en los capítulos anteriores. Asimismo,
concluiremos
señalando problemas vigentes y límites todavía no resueltos en
el ámbito de las
prácticas discriminatorias y las políticas interculturales
vigentes hoy en día.
3.1 Una salida postmoderna: el uso de prácticas
contraculturales.
A pesar de que todavía existan anhelos de construir una sola
nación, una forma unitaria de concebir nuestra sociedad, esto, hoy por hoy, no
podrá ser posible. El nivel de fragmentación social es muy elevado: baste con
la diferenciación de las relaciones productivas, es decir, la distinción entre
el mundo formal e informal y las diferentes formas de discriminación que de ahí
mismo se pueden desprender. Por ello los ideales unitarios, basados
prioritariamente en “discursos ideológicos” han resultado ser fachadas débiles
frente a la contundencia, casi arrolladora, de la cultura hegemónica y sus
juegos de poder, que curiosamente se sostienen en función de ideales
superficiales, pero que, querámoslo o no, determinan nuestra forma misma de
consumir, es decir, configurando lo que viene a ser nuestro estilo de vida.
Esta imposibilidad de entendernos como nación, no obstante, nos da también la
posibilidad de pensar nuevas formas para entendernos como un conjunto de
colectividades. Ciertamente adquirimos una forma de vivir la cultura (una
ideología real): ya sea sometiéndonos a su forma hegemónica o contraponiéndonos
a ella (cultura subalterna), razón por la cual de por sí ya estamos envueltos
en relaciones de poder. No podemos renunciar a eso. Pero, a pesar de ello, y
sin que estas luchas desaparezcan, tenemos la oportunidad constante de
resignificar la cultura. La vivencia de la cultura más que discursos, ya
fragmentados en una era postmoderna, supone prácticas concretas y articuladas
entre sí, a fin de cuentas, por las relaciones de producción. En ese sentido,
la posibilidad de darle un nuevo significado a la vivencia misma de nuestra
cultura está en la afirmación y construcción concreta de nuevas identidades a
partir del fortalecimiento de prácticas que reflejen un cambio no solo en
nuestra actitud, sino también en nuestras acciones concretas. Para luchar
contra mecanismos sutiles de violencia expresados tanto económica como
comunicativamente es necesario priorizar la construcción de identidades sólidas
que puedan ser capaces, evidentemente, de lidiar con las relaciones de poder
vigentes. No se trata de una identidad basada en el reconocimiento efectivo,
pero sí en la disposición misma de luchar por el reconocimiento, y por lo tanto
de hacerle frente a la discriminación racial adquiriendo una posición firme de
empoderamiento frente a los propios intereses. Construir identidades sólidas
supone ir en pos de un acto de empoderamiento difícil pero posible de hacer.
¿Qué prácticas pueden ser capaces de modificar el comportamiento
que hemos heredado y que venimos practicando de manera casi inconsciente? Esta
pregunta es muy compleja, en cuanto asumimos que toda práctica es el correlato
de un discurso ideológico cargado de ideales, a pesar de que los ideales no
supongan más que un horizonte de significados posibles. De cierta manera esto
no deja de ser verdad: si creemos en la democracia buscaremos establecer
comportamientos democráticos, por más complicado que esto pueda ser. Pero como
hemos visto a lo largo del texto, algunas prácticas, quizá las más importantes
en lo que respecta a la construcción de nuestra ciudadanía, están al margen de
cualquier discurso ideológico. En ese sentido, nuestras prácticas no pueden
estar subordinadas a un discurso ideológico, por más que haya una
correlación evidente. ¿Cómo puede suceder esto?
Lo primero está en el reconocimiento crítico y reflexivo de la
postura, como señalamos antes, que tenemos frente a otros en determinados
contextos, los espacios en los cuales establecemos una jerarquía. Cuando ello
suceda habría que cambiar la perspectiva habitual con la que normalmente
enfrentamos los problemas de discriminación. Por un lado, está la posibilidad
de decirnos a nosotros mismos: “en cuanto creo en los derechos humanos y en la
democracia, y soy consecuente con dicho discurso, entonces a partir de ahora
tendré un comportamiento más inclusivo”. Esto supone el predominio del discurso
frente a la persona. No importa tanto la persona como la posibilidad de
llevarlo a que se concientice sobre la importancia de “la democracia y los
derechos humanos”.
Por otro lado, nos podremos decir: “en cuanto hay una persona
que está siendo excluida de la posibilidad de dialogar, entonces mi acción hará
posible su reconocimiento como persona capaz de reclamar y negociar sus propios
derechos e intereses.” El énfasis no solamente es distinto, sino que la última
opción supone un compromiso mucho mayor.
Supone el compromiso permanente de construir espacios de diálogo
a todo nivel: en el hogar, el trabajo, el Estado. Sólo este trabajo sostenido
podría ir rompiendo, lenta y progresivamente, los círculos de violencia tan
sutilmente instituido en nuestros hábitos comunicativos. La idea de fondo es
que la apertura dialógica sea la que permita el empoderamiento del otro:
nosotros como personas no tenemos la capacidad de empoderar a nadie. Un ejemplo
posible de una práctica contracultural en el hogar, por más sencillo que
parezca, sería plantear el hábito de almorzar o cenar todos los días con la
trabajadora del hogar: propiciar un espacio de encuentro dialógico en el cual
se permita una comunicación libre de parámetros jerárquicos. Evidentemente esto
tendría que ir necesariamente de la mano con un marco normativo por el cual la
trabajadora doméstica pueda ser vista como un sujeto de derecho.
Sin salir del ejemplo, expliquemos un cambio posible de las
relaciones de producción: si dicha trabajadora del hogar no tiene sueldo
mínimo, la posibilidad de adquirir un seguro; lo más probable es que el vínculo
comunicativo por más honesto que sea, se desvirtúe, sin quererlo, en una
relación paternalista. No podemos negociar de igual a igual si es que la
persona resulta estar sometida a una relación de poder desigual. Esto es lo que
señalábamos que también podía suceder dentro de una pyme familiar. Lo complejo
justamente reside en el paso concreto de permitir la “empoderación” de una
persona que, probablemente, quiera seguir siendo la parte oprimida de dicho
juego de poder y someterse estoicamente a la violencia. Como hemos ido
mencionando a lo largo del texto, la institucionalización de relaciones
comunicativas y productivas distorsionadas, dentro de las cuales se inmiscuye
el racismo, suponen una “educación” bastante sólida en lo que respecta a
soportar la violencia con tal de recibir ciertos
beneficios.
Enfrentarnos al problema del racismo supone un encuentro muy
doloroso y vergonzoso. Y las relaciones de poder (opresión) son tan fuertes que
no es de sorprender que ante las sinceras ganas de apostar por un cambio
aparezca también un sincero pesimismo. No es para menos, sobre todo cuando
caemos en la cuenta de lo sutil que puede ser el racismo en el Perú, y lo
efectivo que resulta para ordenar jerárquicamente nuestra sociedad. No
obstante, llegando al final de la investigación el antropólogo Oscar Espinosa
nos remarcó que siempre tenemos como personas la libertad de elegir, y por ende
la posibilidad de optar por la destrucción de los círculos de opresión y
discriminación, aunque sea a partir de pequeños pasos. Si bien en las
situaciones más terribles y dramáticas uno puede optar por luchar contra el
abuso, nuestra tarea principal es evitar que esa lucha no sea una anécdota o un
hecho aislado. La posibilidad de asumir un compromiso ético frente al racismo
supondría la posibilidad de proveer espacios dialógicos para que las
reivindicaciones sean efectivas, y no tan solo una reacción que
termine por invertir la relación opresor-oprimido, afirmando con
ello nuevamente la
lógica detrás de la cultura hegemónica.
3.2 La actitud dialógica como tarea política: articulando
encuentros y afirmando identidades.
Detrás de esto hay todo un reto educativo por ser planteado en
el Perú. No se trata solamente de permitir el encuentro dialógico per se. Si
retomamos el caso de propiciar un espacio dialógico con la trabajadora del
hogar durante el almuerzo o la cena como práctica contracultural, caeremos en
la cuenta, como señalamos, que dicha disposición resultará insuficiente si es
que no hay un marco previo que garantice la igualdad: en este caso concreto, la
posibilidad de que dicha trabajadora reciba un sueldo mínimo, tenga un seguro y
se le respete los días de trabajo extra y las vacaciones. Si ambas partes
aceptan estar sometidas bajo las leyes y derechos de un Estado, los derechos no
pueden estar restringidos solo para algunos. Por ello debemos de considerar
cuidadosamente los espacios en los cuales permitimos el empoderamiento de
alguien, en los cuales se está propiciando el espacio dialógico. La posibilidad
de que alguien pueda empoderarse por medio del diálogo supone que hay una
disposición previa de respetar acuerdos mínimos de horizontalidad. Ahora bien:
si nos quedamos en lo dicho, parecería que nuevamente volvemos al “imperio de
la ley”, y por ende al sometimiento frente al discurso ideológico. En verdad no
se trata de eso. Aunque suene difícil de escuchar, lo cierto es que los
acuerdos mínimos de horizontalidad pueden cambiar de un contexto a otro porque
lo que verdaderamente está en juego no es tanto la vigencia del Estado de
derecho, sino más bien las necesidades reales y las búsquedas concretas de una
persona. Probablemente una trabajadora del hogar esté más dispuesta a someterse
a las reglas
propuestas por el Estado y por lo tanto a aceptarlas; mientras
que, por otra parte, un agricultor awajún probablemente vea en el Estado y en
sus reglas de juego una
129
concepción unilateral de la cultura incapaz de reconocer sus
necesidades más
elementales. La protección a la propia identidad y al sentido de
pertenencia supone el respeto a lo que una persona individual o social decide
poner en venta y por aquello que decide proteger. Como dijimos anteriormente,
hay una relación correlativa entre el discurso ideológico y la práctica; sin
embargo, el discurso se va estructurando a partir de las búsquedas, intereses y
necesidades que el otro reclama. Así pues, el discurso no debería estar por
encima de la persona. El discurso se debe ir construyendo y modificando, si
fuera el caso, junto con la persona. Así pues, esta lucha contra la
cultura hegemónica, como estamos viendo, no solamente recae en individuos
concretos, sino también en pueblos y comunidades decididas a ser reconocidas
como sujetos políticos y, por lo tanto, dispuestos a negociar con los grupos
dominantes. Para un sujeto político es importante tener en claro aquello que no
se negocia, es decir, aquello que nos afirma como sujetos diferenciados,
aquello que nos da un sentido de pertenencia e identidad. Esto es importante si
consideramos la volatilidad de las identidades postmodernas sometidas
pasivamente a los juegos de poder en donde las relaciones económicas son cada
vez más demandantes. En ese sentido, siempre cabe la posibilidad de que las
comunidades mantengan vivas sus expresiones culturales, incluso por lo bajo y a
pesar del racismo. En algunas comunidades estas expresiones están escondidas
pero si uno indaga no solo se encuentra con eso sino con expresiones mucho más
complejas. Frente a esto, la posibilidad de elegir y de romper los círculos de
opresión está en relación con nuestra capacidad de crear, de imaginar
alternativas contraculturales concretas y efectivas que estén más allá del
discurso ideológico. ¿Por qué contraculturales? Porque es difícil optar por
elegir cosas importantes (como el apostar por una visión específica de
desarrollo, de trabajo, de vida, etc.) cuando el sistema capitalista tiene una
oferta sobredimensionada de elecciones posibles que en su mayoría son
intrascendentes y que mantiene, bajo el consumismo, a un número
excesivamente grande de dominados. Esa es la ilusión del
mercado: que hay muchas cosas para elegir. Ser contraculturales, en ese
sentido, implica no solamente tener el deseo de cambiar, sino imaginar cómo el
cambio a través de estas prácticas puede ser posible: tenemos tecnologías que
pueden ser aprovechadas, como el Internet. Estas herramientas tecnológicas,
entre otras posibles, pueden favorecer espacios dialógicos y encuentros con
vivencias culturales distintas que quieren hacerle frente al mundo globalizado.
Cabe anotar que la posibilidad de articular estas búsquedas por el
reconocimiento puede resultar menos complicada que antes en lo que respecta a
la posibilidad de encontrar nuevas vivencias culturales. Además hay gente que
tiene años
luchando contra la cultura hegemónica, pero no necesariamente
conocemos lo que se hace. La idea es retomar la idea de un intelectual orgánico
que, según Gramsci, tiene una visión más en conjunto de las cosas, y por lo
tanto puede ser más creativo también en las posibilidades que a uno se le
presenta. Lo que sí puede resultar más difícil es aplicar lo mencionado en
nuestros núcleos más íntimos: en la familia, en el trabajo, con los amigos.
Es más difícil, pero no imposible.
Lo que nos toca, ahora más que nunca, es informarnos sobre
grupos que buscan
defender efectivamente sus derechos y que, dicho sea de paso,
existen. A pesar de que los mecanismos de discriminación están fuertemente
anclados en nuestra sociedad, hay grupos que están dispuestos a luchar por
modelos de desarrollo distintos y por formas de vida particulares. Los
movimientos indígenas, sobre todo el de Ecuador, tienen poco tiempo de
existencia, pero fue levantado en los años ochenta como una forma de defender
un legado cultural que no era reconocido por los grupos oligárquicos. En el
Perú todavía estamos a tiempo para que los distintos grupos socioculturales que
nos conforman puedan organizarse de manera adecuada y hacerle frente a los
mecanismos de discriminación ya largo tiempo arraigados en nuestra historia
republicana.
No hay que perder de vista que la posibilidad de organizarnos
políticamente no
solamente supone una participación en el mundo de la gestión
política, gubernamental: nos invita, sobre todo, a replantear el sentido de
cómo estamos manejando nuestras propias relaciones humanas. La tarea más
compleja es salir de nosotros mismos y poner sobre la mesa nuestro preconceptos
y prejuicios, así como los fundamentos que sostienen nuestras prácticas
discriminatorias para que el encuentro con el otro sea realmente honesto. Es
por ello que la lucha contra el racismo, en tanto ideología, debe entenderse
como una lucha política en ese sentido; por lo tanto, de poco sirven las
prácticas contraculturales si es que no propiciamos la posibilidad de que se
articulen. La articulación de prácticas culturales sería terreno fértil para
que el reconocimiento se sostenga a partir de un modelo de praxis, siempre
variante y contextual, pero en donde la actitud dialógica resulta ser siempre
la única predominante.